Hasta los mejores payasos lloran en la intimidad cuando, retirados en el secreto, descubren que la distancia entre la comedia y la tragedia es una mera convención. A Georges Perec (1936-1982), que ha pasado a la historia como autor de culto, uno de esos escritores adictivos que hacen del juego con las palabras una forma depurada de mística –Cortázar podría ser uno de sus imposibles gemelos en español–, se le puede aplicar la misma paradoja. Todo lo que escribió –y lo hizo sin cesar hasta que un cáncer lo mató antes de cumplir medio siglo– parece proceder de esa rara encrucijada vital en la que la risa y la mueca se dan la mano y el humor sirve como remedio para espantar el quebranto de seguir vivo. La escritura, en su caso, es un método de autoprotección frente a ese mundo hostil que siempre son los otros. Nadie hubiera dicho que Perec fuera un misántropo. Parecen negarlo los hechos y, entre ellos, su activa militancia en el colectivo OuLiPo (Ouvroir de Littérature Potentielle), un taller de experimentación literaria que exploró los seductores senderos donde las matemáticas y el idioma cohabitan. Y, sin embargo, todos sabemos por experiencia que la risa y el llanto más puros acontecen en soledad, cuando absolutamente nadie –salvo nosotros– nos mira.
Las Disidencias en Letra Global.
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