Gimferrer, al principio, era una melena rebelde, la melena de un joven y extrañísimo poeta. Ahora, con el pelo cortado a la manera de los catedráticos eméritos, pero con la misma parsimonia de los grandes escépticos, parece un filósofo centroeuropeo: atento a todo y, al mismo tiempo, con un cierto aire de despiste, entre dandy y cercano. Es un sabio porque siempre se ha dedicado a lo que más le gusta –los libros, el arte, la música– y no le ha ido demasiado mal, quizás porque aprendió muy pronto que la vida es demasiado corta para desperdiciarla haciendo aquello que no quieres o pretendiendo conseguir lo que no tienes. Hace unos días le han dado –porque los premios se otorgan, no se ganan– el García Lorca de Poesía, un galardón que el Ayuntamiento de Granada instauró en 2004 para conmemorar al escritor de Fuentevaqueros y celebrar la poesía, ese pan tan escaso.
A Gimferrer, autoridad en el mundo de las letras y académico desde finales de los ochenta, cuando el estrellato cultural aún no existía ni sus actores principales se dedicaban a dar en todos sitios la misma conferencia, este premio no le hacía ninguna falta. Más bien al contrario: el certamen granadino necesitaba un Gimferrer en su orla de notables, inaugurada por dos difuntos y excelentes poetas prosaicos –Ángel González y José Emilio Pacheco– y hasta ahora consagrada exclusivamente a escritores en español. Gimferrer, es sabido, dejó mucho tiempo de escribir poesía en castellano de la misma manera que en su momento decidió prolongar –a su manera– la estirpe directa de Juan Ramón Jiménez, evitando incurrir en el magro sentimentalismo de la experiencia. Sus versos siguen las pautas básicas de Mallarmé: simbolismo, imágenes y sugerencias. Referencias culturales y cosmopolitismo.
Después decidió escribir sobre el individuo que tenía más a mano –él mismo– y se pasó sin demasiados problemas al catalán en un acto de coherencia. Esta decisión quizás le negó la popularidad (relativa) de otros poetas pero le permitió no traicionarse. Según Neruda es lo peor que puede hacer un tipo que se dedica a componer versos. Como todos los poetas de su tiempo, e incluso los posteriores, el escritor barcelonés conoció la poesía gracias a Rubén Darío y a los grandes nombres de la Edad de Plata (el 27). Desde estas islas inició un largo viaje a la semilla –la tradición, que diría T.S. Eliot– que lo llevó hasta Góngora y Dante, maestros del poder evocativo de las imágenes. Nunca olvidó la lección: cuando escribe poesía siempre empieza buscando el sonido y la figura; el sentido llega después. La lógica, estorba.
Una vez le preguntaron los motivos por los que escribía en catalán, tras años de hacerlo en español. “Yo no elijo la lengua. La lengua me elige a mí”, respondió. Como es traductor, además de editor, sabe que cada palabra tiene su propia lengua y no al revés. Conoce por experiencia que el efecto de la palabra poética es como el de una piedra lanzada al agua: sus efectos son imperceptibles al principio pero extraordinarios a la larga. En sus libros, escritos con su famosa caligrafía apócrifa, la escritura de aquellos a los que la cabeza les anda más rápido que la mano, no hay nada que no sea visual, concreto y preciso. Un poeta tiene que dar cosas. Gimferrer lo hace a su ritmo: se ha pasado lustros sin hacer versos y luego ha compuesto poemarios enteros en un mes. Por eso sus poemas están llenos de referencias de actualidad, una costumbre que lo singulariza y despista a muchos críticos incapaces de entender que la universalidad también reside en la profundidad del instante.
Alguna vez ha confesado que leer a Unamuno le enseñó muchas cosas y que sus dos mayores virtudes son la curiosidad y la memoria. Por eso su autobiografía (inédita) será un acontecimiento el día que salga –probablemente post-mortem— dada su condición (discreta) de mandarín cultural. El articulista lo descubrió, por casualidad, hace muchos años en una edición de Visor que reunía una parte de su poesía catalana (Espejo, espacio y apariciones) en cuya portada aparecía como ilustración un tigre eléctrico. Ya era uno de los Novísimos (aquel club de amigos de Castellet) y había escrito Arde el mar y La muerte en Beverly Hills. Siguiendo la estela de Ferrater, otra de sus referencias, practicaba la soledad como una virtud (algo propio de los niños sin hermanos, inevitable preludio de los hombres sin hijos), leía y vivía en Las Ramblas, entre pinturas de Tàpies y Miró y muñecos de peluche.
Se confesaba entonces incapaz de interpretar su vida y de mantener un único registro poético por miedo a incurrir en la caricatura. “Cuando un poeta encuentra su voz con 18 años es muy complicado que no acabe desgastándose”, ha dicho para justificar su eterna vocación de Pessoa sin heterónimos. Siempre confió en que el tiempo le daría la razón en su preferencia por el catalán culto frente al coloquial, aunque su poesía erótica –tardía– le desmienta. A lo que sí se ha mantenido fiel es a su voluntad de que su literatura no se politice ni se lea en clave biográfica, que es la costumbre de los lectores sin imaginación. Algo nada sencillo en Cataluña, donde el nacionalismo cree ejercer el monopolio de la cultura porque, como dejó dicho Gimferrer en algún sitio, “se nutre sobre todo de historias apócrifas”.
A los soberanistas siempre les recomienda leer la Oda a Catalunya de Armand Obiols (Joan Prat). Para dentro de un año anuncia un nuevo poemario, Las llamas, un canto dedicado al paso del tiempo escrito en versos libres. El tigre eléctrico parece nostálgico. Pero nunca, jamás, está dormido. “Las oficinas de los aeropuertos, con sus luces de clínica. / El paraíso, los labios pintados, las uñas pintadas, la sonrisa, / las rubias platino, los escotes, el mar verde y oscuro. / Una espada en la helada tiniebla, un jazmín detenido / en el tiempo. / Así llega, como un áncora descendiendo entre luminosos / arrecifes, / la muerte”.
El ‘spin-off’ cultural de Crónica Global
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