Un mandarín es lo más parecido que existe a un cura. Un tipo que ejerce la intermediación entre el Cielo (de la cultura) y la Tierra y cuyo ministerio, además de la adoración permanente a los misterios respectivos, consiste en establecer jerarquías, a menudo binarias, entre la ortodoxia y su contrario, esa heterodoxia que aspira a sustituir a su antónimo. Por supuesto, para ejercer tan trascendente sacerdocio es necesario tener mucha fe o, en su defecto, saber fingirla. Igual que la historia de la cristiandad está llena de pastores sin creencias, hábiles actores en el teatro del ritual, la estirpe cultural ha creado figuras a las que puede importarles muchísimo el arte pero que, sin renunciar a las obligaciones de la estética, ambicionan también la administración del capital cultural que identifica a muchas sociedades. Es el caso de Pere Gimferrer (Barcelona, 1945), probablemente uno de los mejores poetas en español y catalán del pasado siglo, académico de número y activista cultural tan silente como influyente.
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