Jardiel Poncela, uno de los escasos escritores españoles del teatro del absurdo, decía que los políticos son como los cines de barrio: te hacen entrar en la sala y después te cambian el programa sin avisar. Algo de esto hay, porque el creciente hastío de la ciudadanía con la democracia representativa en la que todavía sobrevivimos no deja de aumentar. Los ciudadanos, sean digitales o analógicos, como se dice ahora, son víctimas de un spleen bastante similar al que Baudelaire convirtió en obra de arte y que, en el siglo XVIII, hacía que los jóvenes de la aristocracia inglesa se suicidaran sin más motivo aparente que la decepción espiritual. Una muerte romántica y terrible, con trazos de decadencia.
El spleen de estos tiempos globales, en los que el mundo se hace uniforme y rebrotan los focos de indigenismo, también en esta esquina de la historia donde la ruina ya no es una teoría y el populismo a algunos les parece una solución, siendo en realidad la peor de las pandemias posibles, ha provocado que muchos gobernantes, o aspirantes a serlo, nos regalen cada cierto tiempo los oídos con una novela por fascículos cuyo título es Participación Ciudadana 2.0. Hay otras variantes: E-Goverment y Open Goverment. No importa demasiado. Su relato siempre es el mismo: acercar la política a la gente. Como si en algún momento ambos conceptos hubieran estado separados: no existe más política que la de los individuos.
Cuando se habla de Open Goverment lo que primero que conviene hacer es ponerse en alerta. ¿Qué es un Gobierno abierto? ¿Existe alguno? Nadie en su sano juicio podría sostener que la administración de la república debe estar cerrada exclusivamente a los actores oficiales. La democracia consiste en participar. Casi todo el derecho político posterior lo que hace es dar vueltas a formas, métodos y variedades de este principio básico: una democracia es que la gente hable y decida, no que asienta. Claro que esto, desde el atrio de los discursos, no siempre se ve igual: ningún gobierno, más allá de lo retórico, quiere realmente que la participación popular crezca. Cabe la posibilidad, incluso en las repúblicas meridionales, como la nuestra, de que a la gente le dé por pensar por sí misma y salga por peteneras. Y, con permiso del maestro Bohórquez, las peteneras, que se construyen con cuatro versos octosílabos, siempre han sido un palo flamenco cadencioso, triste y melancólico en el que, ante un intenso hastío cósmico, se menta, casi como un anhelo, a la madre propia.
En realidad, la participación ciudadana es una herencia del liberalismo político, que ya sabemos que no es igual que el económico –para los liberales de ahora no existen principios, sólo cartera–, en el sentido de que son los individuos quienes deben intervenir en la designación de sus gobernantes, influir en sus decisiones –que nos afectan a todos– y ampliar el concepto de soberanía política. En los modelos democráticos patrios todo esto se ha querido resolver apenas con una urna transparente. Habría que preguntarse si, a estas alturas del siglo XXI, es suficiente. No lo parece. Lo cual explica la fractura de confianza entre la calle, los parlamentos y los senados; alfombras incluidas.
A los políticos que, acaso orientados por los consultores del ramo, que les cobran un dineral por descubrirles un mundo al que se accede fácilmente con un puñado de buenos libros, habría que recordarles, o ilustrarles, gratis et amore, que la participación no es asentimiento, sino crítica y protesta; incluso, en casos extremos, desobediencia. ¿Hay algún poder que aspire a ser desobedecido? No se conocen demasiados, lo que no quita para que sea más necesario que nunca reformar el circuito político heredado. El gran error consistiría en hacerlo para legitimar la realidad existente, que no es precisamente edificante, o impulsar esta iniciativa a medias, sin demasiada convicción, por moda o falta de mejores argumentos. Todas las dictaduras, que ocupan el poder por la fuerza o la rendición pasiva de la ciudadanía –el famoso miedo a la libertad de Eric Fromm–, articulan algún mecanismo de representación que otorgue legitimidad formal a lo que no es sino imposición. Lo que nos lleva a concluir que participar por internet no nos convertirá en más democráticos, pero sin tener canales políticos para poder hacerlo nunca habrá verdadera discusión, opciones, ni democracia.
La ciencia política distingue sobre este particular dos grandes modelos teóricos. La participación ciudadana horizontal, inspirada en las ideas de Rousseau, que aspira no sólo a designar a los políticos, sino que también desea orientales y controlarles; y la elitista, que limita la acción de los gobernados al instante de la urna. Dada nuestra mitología electoral, no es complicado llegar a la conclusión de que vivimos en un sistema político de inspiración aristocrática –antes de linajes; ahora de partidos– donde se desconfía de la gente, a la que se quiere dirigir pero no convencer, y donde todo se reduce a una competición, generalmente huera, entre marcas convergentes cuya única diferencia es el nombre. O ni eso.
Para que cualquier iniciativa de participación política funcione se requiere, según los expertos, tres elementos: información objetiva, un sistema de consulta recurrente, no cada cuatro años, y capacidad de codecisión. Se trata de un proceso bidireccional donde las decisiones políticas y la discusión civil se alimentan mutuamente. ¿Existe eso en Andalucía? Ni de lejos. ¿Puede llegar a existir algún día? Es difícil mientras no tengamos acceso a los datos cuya elaboración pagamos todos, el gobierno se conciba como un derecho hereditario y no existan más valores que los tribales, o mientras la política se confíe exclusivamente a la propaganda pagada con dinero público. Que todos estos males patrios se justifiquen siempre con la invocación a las urnas no significa que la gente los valide ni los acepte de forma tácita. Tan sólo implica que lo soportan, que no es lo mismo. Su paciencia puede acabarse.
Los teóricos de la escuela política de Columbia defendían que las clases sociales con más cultura, recursos y medios tienden a participar en la vida pública más que las humildes. Los estudiosos de Michigan, en cambio, veían en la participación tintes psicológicos: la gente no vota en función de sus medios económicos, sino por su identificación personal con marcas ideológicas. La primera teoría implica un determinismo que, en Andalucía, no siempre se ha cumplido: hay quien no es rico y vota al PP, y quien dispone de todos los atributos de la burguesía, aunque se llamen progresistas, y respaldan al PSOE o a IU. El axioma no es perfecto. En nuestra calurosa república indígena lo que prima es, más bien, el desmedido sentido de pertenencia, la ambición de que ganen los míos y, en función de este hecho esencial –que son los nuestros–, después se termina justificando cualquier tropelía.
Ninguno de ambos planteamientos son razonables. En las sociedades civilizadas, sin que dejen de influir el corazón y el bolsillo, el sentido del voto depende esencialmente de factores analíticos: se vota por los resultados obtenidos para el común, por el cumplimiento de los programas o la defensa de la coherencia política. Nos haría falta ensayar fórmulas en esta última dirección. Lo que está claro es que, sazonen el plato como quieran, le pongan el nombre en inglés o en ruso, difícilmente puede confiarse en que un gobierno impulsará el Open Goverment si, en cambio, las fuerzas políticas que lo sostienen continúan con sus listas electorales cerradas. El creciente desencanto ciudadano, que en algunos momentos se ha tornado en ira contenida, no deviene sólo de la corrupción y la degradación de los valores políticos, sino de la estafa que implica predicar fórmulas democráticas que después no se practican en casa. No necesitamos tanto un Gobierno abierto, como listas electorales que no estén blindadas ni cuya composición esté guiada por los intereses de la aldea. Menos paternalismo y más democracia real. Hagan ustedes el favor, queridos indígenas.
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