Es admirable, por no decir asombrosa, la facilidad con la que nuestros santos próceres (indígenas) devoran los guisos y aliños que ellos mismos se cocinan y se preparan. Igual que Juan Palomo, no hay día que no se examinen y se aprueben, que se juzguen y no se absuelvan, que se premien y se festejen en un bucle onanista –ese pecado bíblico– donde son los autores del libreto (de la farsa) y, al tiempo, los actores principales. Les sucede lo mismo que a esos costumbristas menores –vade retro, Satanás– cuando tienen que perpetrar un obituario: despachan al finado en dos míseras líneas y se dedican a hablar de ellos mientras los clarines del silencio consuelan al difunto que, desde el otro lado, ese sitio de donde ya no se vuelve, ven traicionada su memoria por la vanidad (patológica) de sus supuestos discípulos. Incluso el torero más cobarde merece un respeto porque se juega la vida; la cuadrilla, en cambio, no demasiado.
Las Crónicas Indígenas en El Mundo.