Harold Bloom (1930-2019) gozaba hasta este lunes, fecha de su inevitable deceso, de una leyenda comparable a la de un animal mitológico. Lo sabía absolutamente todo. Lo había leído todo. Algo realmente asombroso en un mundo –el campo de los estudios literarios– que acostumbra a sustentar sus teorías a partir de la interpretación (talentosa) de una ingente bibliografía, cuyo conocimiento exige mucho más de una vida. Profesor en la Universidad de Yale, el crítico literario norteamericano, último gran defensor de la vigencia del canon occidental, esa obra colectiva alimentada a través de los siglos mediante sucesivos consensos y disensos razonados, logró, como también hiciera Umberto Eco, rebasar los estrechos límites de la filología académica para asentarse, igual que un Dios, en la cúspide de lo que podríamos llamar el Parnaso de la influencia cultural. Al contrario que el intelectual turinés, su mérito reside en una forma de creación inversa: la lectura, esa hermana siamesa de la escritura.
Las Disidencias en #LetraGlobal.
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