Sevilla es una ciudad frentista. Antagónica. Dual. Llámenlo como quieran. El caso es que nos pasamos el tiempo, y eso que nuestras horas están contadas, discutiendo sobre a quién pertenece la ciudad, el centro, la Giralda y las energías. Nuestra concepción de la vida es patrimonialista, excluyente e imposible. Estos días de primavera vuelve a representarse el ritual de esta habitual lucha indígena –tan sevillana– que consiste en tirarse los trastos a la cabeza. Sucede con motivo de la decisión del Puerto de tramitar el polémico dragado del Guadalquivir este mismo mes.
En guerra hay esencialmente dos bandos: Puerto, patronales y sindicatos (que vienen a ser lo mismo, pero con las banderas invertidas) y regantes y arroceros. Todos aman el Guadalquivir. Todos adoran el medioambiente. Todos están convencidos de las evidentes bondades de conservar el ecosistema fluvial –que es como ahora llamamos a los ríos– y todos dicen representar sin mácula ni vacilación alguna los verdaderos intereses de Sevilla. Si la ciudad disfrutase realmente de tanta dedicación, interés y sacrificio por parte de sus fuerzas vivas –aunque alguna respire con dificultad, dada la edad– estaríamos por encima de Nueva York en índice de actividad económica. No es el caso.
El circo responde al habitual sentido de la farsa hispalense. Esto es: el vicio de arrogarse la representación total de la ciudad para cobijar unos intereses que, por lo general, son bastante parciales. Sectoriales, como se dice en el lenguaje políticamente correcto. El lobby favorable al dragado ha montado una plataforma llamada Sevilla por su Puerto. Tal denominación implica, al menos desde el punto de vista conceptual, que quien no está con ellos no debe ser parte de la ciudad.
Empezamos mal: volvemos a caer en el error de Zoido durante la pasada Semana Santa. A saber: confundir a toda Sevilla con su Sevilla. Sus argumentos para defender este proyecto –cuya viabilidad está en tela de juicio– son esencialmente de índole económica. Sostienen que dragar el río beneficiará a la economía local, creará empleo y potenciará el movimiento de mercancías. También reiteran una cosa curiosa: “Sevilla tiene el único puerto interior de España”. Curioso argumento que no es tal, dado que se basa en una mera obviedad geográfica. Esto puede ser tan bueno como malo, dicho de otra forma.
El sector contrario al dragado, donde militan ecologistas, científicos, arroceros y regantes, en cambio, ponen en discusión estos argumentos y alertan de que dicha obra terminará por perjudicar al Guadalquivir, el río grande de los sevillanos que creían en el Islam. Ahora, ya lo sabemos, no creemos en nada. Este bando, de todas formas, no tiene una posición unívoca: arroceros y regantes temen que el dragado perjudique a su actual actividad económica, mientras los ecologistas y los científicos defienden la vida y los recursos naturales del río, cuya salud es más bien frágil. Su principal argumento es: el dragado perjudicará a la ciudad, que –esto es obvio– no se entendería sin un Guadalquivir vivo. Entre otras cosas porque sería una metáfora de nuestra propia muerte.
Salvo los ecologistas y los científicos, todos los demás coinciden en un denominador común: el río, para ellos, es sobre todo un negocio. De lo que no parecen darse cuenta es de que tal negocio puede terminar muriendo si no cambian de perspectiva. Al menos, eso es lo que hace ya más de dos años sostuvo la comisión científica del CSIC que redactó un minucioso informe sobre la salud del Guadalquivir.
El encargo costó tres millones de euros (que no es poco) y vino a concluir que si no se tomaban medidas urgentes –no parecen serlo para las administraciones– el estuario fluvial que explica a Andalucía va camino de convertirse en un brazo de agua muerto. Los expertos no se oponían frontalmente al dragado pero dejaban muy claro, para quien quisiera oírlo, que éste no debía realizarse hasta que se pusiera freno a un proceso de deterioro que dura décadas y que tiene una afección potencial incluso para Doñana.
El Guadalquivir es un río modelado por el hombre. Históricamente es lo que nos explica como ciudad. Sevilla, que se cree una urbe celestial, no está donde está –donde tiene que estar, que diría Belmonte– porque pisemos un suelo sagrado, sino porque el enclave original de la ciudad se dispuso en el lugar más corto para vadear el curso fluvial. Una encrucijada donde han coincidido las rutas comerciales desde los lejanos tiempos de Tartessos.
Todo esto es historia. Pero, por lo que parece, importa poco a unos y otros, que cuando contemplan el Guadalquivir no ven un curso de agua milenario, sino un mero instrumento económico. Regantes y arroceros, que amenazan con un pleito si se inicia la obra, persiguen inversiones para mejorar su actividad a cambio de no oponerse al dragado. El frente industrial (es un decir), que durante los últimos dos lustros apoyó con notable vehemencia la burbuja inmobiliaria local, ha hecho del río su particular bandera no tanto por amor, sino por táctica.
Lo que los mantiene tan activos no es el porvenir económico de Sevilla, sino el suyo propio. Sólo así se explica algo tan increíble como que tengamos construida una segunda esclusa sin tener antes garantizado el propio dragado. Algo tan surrealista como tener en la Cartuja un Estadio Olímpico que no es tal y que la mayor parte del tiempo está vacío.
Sevilla es así: tenemos una esclusa sin dragado y un estadio sin uso. Tenemos también dos estadios de fútbol en el interior de la ciudad que colapsan los barrios situados a su alrededor y la tercera Catedral más grande del orbe. Incluso contamos con el Casco Histórico más extenso de Europa. ¿Se han preguntado el porqué de estos excesos?
Detrás de estos galones se esconde otra cosa: el interés de determinados grupos sociales de la ciudad, llamémoles los integrados, siguiendo a Umberto Eco, por seguir fagocitando para su exclusivo beneficio cualquier inversión pública (ellos no ponen nunca dinero) que sobrevuele sobre Sevilla. Lo explicó hace tiempo un miembro de uno de estos linajes menores: “Lo importante no es que en Sevilla se hagan cosas útiles, sino que seamos nosotros los que las hagamos”. Es cierto. Siempre ha sido así. Entre otras cosas porque pagaban en los despachos correspondientes para que así fuera.
No es el amor al medioambiente ni el interés por el valor paisajístico y cultural que representa el Guadalquivir lo que los mueve. Es exclusivamente el contrato de 33 millones de euros que cuesta la obra. El 80% de este dinero, se supone, viene de Europa. Lo cual explica muchas más cosas. Es casi una metáfora: quienes se han beneficiado durante décadas de las ayudas públicas continentales, el ingreso que explica que Andalucía no sea la Sicilia española, no están dispuestos a renunciar a esta economía subsidiada sobre la que se ha sostenido la transición y la autonomía. Eso es todo.
Poco les importa que Algeciras sea un Puerto con más actividad o que Tánger esté convirtiéndose en un peligroso rival potencial. La competitividad objetiva es lo de menos a la hora de evaluar la idoneidad del dragado. El interés de los linajes que mandan en Sevilla no tiene siquiera este nivel de análisis. No les hace falta. Les ha ido bien recurriendo al usual aldeanismo sevillano que, entre otros males, nos ha hecho perder por sus excesos con el ladrillo las dos cajas de ahorro sevillanas.
El alcalde, que parece estar a favor de la plataforma portuaria, ha dicho que “no le temblará la mano” para reclamar a la Junta y al Estado que se pongan de acuerdo para que el dragado se acometa de inmediato. Es un acuerdo raro: la conclusión de la discusión parece estar decidida de antemano. Por otro lado, uno no sabía que las llamadas al diálogo se hacían con la diestra marcial.
En todo caso, cualquier posible concierto entre ambos intereses se antoja imposible si depende del entendimiento de quienes piensan de sí mismos que son la única ciudad, la voz plena de Sevilla y la representación de una sociedad que después de tantos siglos de presumir de grandeur imperial se está hundiendo definitivamente en un pozo situado en la orilla de un río turbio, oscuro, casi muerto. Cuando quieran darse cuenta de quién ha ganado la batalla esto será, igual que Roma, un erial donde el Tíber servía para dar de beber al ganado.
Maromo dice
Sevilla hoy está en una encrucijada parecida a la ciudad de Brujas en 1482. Las élites de la ciudad belga enfrentadas por ver quién se quedaba con el poder, descuidaron el mantemimiento del canal de navegación del río Zwim , de sólo 15 km hasta mar abierto. Amberes, en la misma fachada marítima, a más de 90 Km, mantiene su canal de navegación y es uno de los primeros puertos europeos. Ver párrafo 14 del interesante artículo; «Historias de Brujas» de la web: (http://eadminblog.net/2008/06/18/una-historia-de-brujas/).
!Ojo! no despreciemos la necesidad de la esclusa. Las persistentes lluvias últimas no han llegado a la boca del león del Puente de Triana (inundación de parte de la ciudad), gracias al muro de defensa y al, cierre que de ese muro hace la esclusa.
SÍ AL DRAGADO, CON LAS DEBIDAS MEDIDAS AMBIENTALES, PERO SÍ AL DRAGADO. Saludos.