Los auténticos artistas se niegan a sí mismos y castigan con dedicación a su público. No se nos ocurre una forma de devoción más poderosa: estar atento a lo que hace alguien con el que no coincides y que, incluso, te irrita. En un mundo donde la gente sólo escucha aquello que quiere oír, cuando lee –si se lee– con el estómago en lugar de con el cerebro, y donde los prejuicios minan cualquier discusión, desengañar a los otros merecería ser considerado una forma egregia de creación. “Esperas que sea correcto, pero maldigo sus ideas”. “Quieres que te escandalice, pero ahora no pienso hacerlo”. Fuck you, man. Michel Houellebecq (Isla de La Reunión, 1958) se ha hecho célebre por escribir ocho novelas en las que, a través de una voz demoledora, cuestiona las mentiras que la izquierda caviar, no demasiado distinta a la derecha comprensiva, necesita repetirse a sí misma para disimular que las revoluciones de su juventud se han convertido en una infame sopa tibia. Los burgueses de izquierdas, tan solidarios y comprometidos, sobre todo con ellos mismos, lo consideraban un maldito escritor reaccionario; los aristócratas del conservadurismo francés a la grandeur, en cambio, ven sus libros como la prueba de cargo de una vulgaridad espumosa.
Las Disidencias en Letra Global.
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