Uno de los rasgos que identifican a un país civilizado es que cuando llegan sus efemérides patrióticas el personal aprovecha el tiempo (libre) para hacer cualquier cosa excepto desfilar detrás de una bandera. El distanciamiento ante lo pasional, en política, es una costumbre no sólo recomendable, sino altamente higiénica. Previene delirios y nos salva de las ataduras naturales. El descreimiento no impide a los convencidos disfrutar de la verbena sin mayores problemas. Esto es, en el fondo, la cultura: la capacidad de convivir con otros (distintos) sin tener necesariamente que compartir sus dogmas, sus creencias o sus enseñas. En cierto sentido, este es el único factor diferencial de la Marisma. Los próceres autonómicos aprovechan estas calendas para apelar a un orgullo que o no existe, o es tácito o difuso. Sentir lo primero nos parece una muestra de perspicacia: ninguno podemos pregonar nuestro lugar de nacimiento –aunque nos agrade– porque no lo elegimos. Otros lo hicieron en nuestro lugar. Igual que la familia, nos vino dado. Sí depende de la propia voluntad elegir nuestra residencia en la Tierra, ya sea para celebrarla o denostarla. La crítica a las raíces también es una forma de hacer patria: se enjuicia aquello que nos importa, no lo que nos deja indiferente.
Las Crónicas Indígenas en El Mundo.