Los sofistas fueron los primeros embaucadores de la historia del pensamiento. En la Grecia clásica se les reverenciaba como filósofos o se los vituperaba por ser charlatanes a sueldo. No dejaban indiferente. Después los sustituyeron los cosmógrafos: hacedores de los mapas que durante la Edad Oscura intentaron reproducir al detalle el orbe conocido, fijando extendidas categorías universales. Referenciaban lo que conocían de primera mano e inventaban todo aquello que ignoraban. Sus licencias figurativas terminaron con el tiempo convirtiéndose en la realidad misma, que ya sabemos que no es exactamente todo aquello que es cierto, sino sólo lo que tiene la apariencia de serlo. Los hombres del Medievo, aplastados por la teocracia, consideraron dignas de estima todas sus elucubraciones geográficas. Cosa nada extraña en una sociedad que tenía a los libros de caballería, contra los que Cervantes escribió su Quijote, por historias plenamente sinceras. Válidas.
Habría que preguntarse quiénes son en nuestra época estos nuevos impostores. Tenemos donde elegir: políticos, tertulianos a sueldo de los partidos y esa fauna de expertos y consultores –sobre todo económicos– que un día nos dicen una cosa y al siguiente la contraria; sin apuro y, por supuesto, sin dejar nunca de cobrar el correspondiente cheque, que para eso estamos en un libre mercado, somos todos liberales y ya sabemos que Dios, ante todo, es una transacción a tiempo. Un ingreso en el banco. De la figura de los viejos y patriarcales intelectuales hemos pasado a los improvisadores televisivos, expertos en el lugar común pero suficientemente convincentes para una sociedad perdida que ha entregado en manos de terceros su única herramienta de progreso: el pensamiento propio.
En el mundo en el que habitamos la ideología ha sido sustituida por otra disciplina: la imagología, que, como diría Borges, no es más que una rama extraña de la literatura comparada. Se trata de la ciencia que estudia la imagen pública. La identidad social. Y como nadie estudia por gusto, y menos ahora que el ministro Wert ha decidido quitarle las becas a los ignorantes, lo que implica que nunca dejarán de serlo porque ya no podrán ni estudiar por accidente para ponerle remedio, el objetivo inconfeso de la imagología es de naturaleza eminentemente práctica: construir el relato finalista de lo que somos. O mejor dicho: de lo que conviene que pensemos que somos. No es exactamente lo mismo.
Milán Kundera tiene un excelente ensayo, recogido en La Inmortalidad, sobre el oficio de estos nuevos sofistas encargados de moldear el imaginario colectivo. Su tesis es que tienen éxito porque hemos sustituido las ideas por imágenes. Una teoría que en realidad viene de Platón. Es la certificación de que la historia, entendida como lucha de clases, ha terminado. Se dirá que esta afirmación es una falacia intelectual justo en estos momentos, cuando la crisis arrasa el Estado del Bienestar, brotan nuevas subclases sociales y hasta los mileuristas ya nos parecen millonarios. Y, sin embargo, es lo que realmente ocurre porque lo que se ha modificado con respecto a las etapas históricas previas es el propio concepto de realidad.
Acaso en la Andalucía profunda todavía no pase con tanta intensidad, pero en las urbes meridionales, donde habita la mayoría de la población, el cambio hacia este nuevo paradigma mental es nítido. ¿Qué es la realidad? En unos sitios es lo tangible: el pan que se hornea, el trabajo que se hace, el salario que se gana o el libro que se lee. En la era digital todo esto se ha convertido en virtual: el pan viene precocinado, el trabajo no existe –a inventarlo lo llaman emprender–, el salario mengua hasta equipararse con una limosna y los libros ya no habitan en las bibliotecas, sino en la nube. Hasta las banderas de nuestros antepasados se personalizan y se convierten en archivos de audio para el politono del móvil. Todo es imagen, impacto, efecto y juego. El pensamiento lineal, que exige saber caminar con los ojos, se considera un fardo pesado e inútil. La gente ya no busca argumentos, sino mensajes cortos, titulares, la sabiduría escueta de un tweet. De hecho, este artículo comete la impertinencia consciente de ser demasiado largo para la dictadura digital. Toda una ofensa, por supuesto.
Habrá a quien este universo le parezca sugerente, pero lo desconcertante es que la noción de realidad, la imagen que tenemos del mundo, el mecanismo que pone en marcha la inteligencia, se ha reducido sin que reparemos en las consecuencias. Ya no conocemos las cosas por la experiencia propia, sino a través de intermediarios que nos engañan. De ahí que la Summa Teológica de nuestra era sean las encuestas, que se convierten en veredictos inapelables. Quien quiere convencernos de algo encarga una encuesta o eleva a categórico un sondeo hecho por internet. Pareciera que los argumentos sólo son válidos en función del número de personas que los consuman, no de su lógica interna. Alguien ha decidido por nosotros, o quizás nosotros mismos lo hemos hecho, que conviene pensar siempre igual que la mayoría. Se evitan muchos problemas. Las minorías, que son las que a lo largo del tiempo han cambiado el curso de la historia, ya no merecen consideración.
Kundera describe a las ideologías como dinosaurios muertos: “Enormes ruedas tras el escenario, las ideologías daban vueltas y ponían en movimiento las guerras, las revoluciones, las reformas. Luchaban unas contra otras y cada tanto una de ellas era capaz de llenar con su pensamiento toda una época”. La imagología también tiene ruedas que dan vueltas, pero los círculos que dibujan no inciden en la historia, que no es que se haya muerto, sino que está varada en la estación esperando el tren. “La imagología organiza la alternancia pacífica de sus sistemas al ritmo veloz de las temporadas”. Convierte la política en un pret-a porter, el periodismo en un chisme y la información en una variante de la propaganda. Ser optimista ante tal panorama es tan complicado como creer en la existencia de los brotes verdes, pensar que el paro va a bajar o decir que el gazpacho envasado merece algún crédito. La ventaja de la sustitución de las ideologías por las imagologías es que no es probable que volvamos a matarnos, veamos una revolución con banderas rojas impulsadas por el viento o nos sacudamos la melancolía del fracaso colectivo. La desventaja es que nos hemos resignado al desarraigo presente, nos hemos vuelto pacíficos y, desgraciadamente, bastante más tontos.
Maromo dice
Carlos: “Me alegra que me haya hecho este artículo”. Remedo aquí lo que dice un entrevistado cuando le hacen una pregunta que estaba deseando para explayarse en su respuesta. No se preocupe, yo no me voy a explayar. En todo caso lo haría conversando. Me cuesta mucho expresarme escribiendo.
Una de las dificultades para “reconocer” hoy la “lucha de clases” es que están ganando, por goleada, de manera aplastante. El sistema financiero, las élites políticas-económicas acumulan cada vez más riqueza y más poder. Mientras, la masa de precariedad, pobreza y miseria no deja de crecer. Y no se ve una alternativa cultural, moral, ética, política y económica que ponga en el centro a las personas en un sistema social inclusivo. Cada vez hay más ignorados y “descartados”. Parece que los que tienen que ofrecer análisis, criterios, opciones: la universidad, profesionales, ciudadanía, entidades, estamos casi desaparecidos. Sálvese quien pueda. La “incipiente” ISA, los que han pasado por allí y otros sectores , ¿son la excepción?
Con respecto a estas dos frases de su artículo que entrecomillo: “Todo es imagen, impacto, efecto y juego. …. La gente ya no busca argumentos, sino mensajes cortos, titulares, la sabiduría escueta de un tweet.” Lo confirmo de dos maneras. Una, con los compañeros del trabajo. En el café antes de comenzar la jornada. Alguien plantea un asunto. Cuando yo intento aportar, empiezo comentado lo que sé del tema: Qué he oído o leído en los noticiarios, en qué medios, los argumentos que conozco, las opciones que se plantean, etc. Intento construir una explicación lógica en función de los datos y criterios que manejo. Incluso las carencias de información y qué habría que indagar. –“Quillo no te enrolles. No le des tantas vueltas. Qué pesado” Son las expresiones más suaves que puedo recibir. La otra, los foros de comentarios de noticias que limitan a 540 caracteres la participación. De todas maneras esto no ha sido malo del todo. Me ha obligado a hacer varios párrafos de un texto más extenso y que cada párrafo por sí tenga sentido. No siempre lo he conseguido. Después he numerado cada párrafo con el nombre con el que he aportado. Así el que tenga interés los podrá unir y saber qué he intentado explicar. Por cierto, es una pena que teniendo esta posibilidad de comunicarnos en estos foros, mucha gente se dedique a insultar, descalificar, faltar al respeto…Los 540 caracteres para insultas sí suelen sobrar. Dan para mucho insulto. Creo que los medios deberían tener algunas reglas de juego para no convertirse en “correveydiles” de personas que, como mínimo, manifiestan irresponsabilidad.
En ese periódico, Diario de Sevilla, lo expresé así: “¡Qué pena, qué tristeza y qué vergüenza me da!. Insultos, menosprecio, falta de respeto. Así, ¿a dónde vamos a ir como personas, andaluces, españoles, europeos y ciudadanos del mundo? A ninguna parte. Como mucho llegaremos al centro de nuestro ombligo. Los de arriba (en lo económico y en lo político), muertos de risa, han inyectado el veneno del enfrentamiento y el odio. Los de abajo han (hemos) acogido sus mensajes de división y en esa estamos: pobres contra pobres.”
Puede comprobar lo de la falta de respeto. Un saludo.
http://www.diariodesevilla.es/article/sevilla/1750318/varapalo/la/junta/y/consejo/donana/dragado/guadalquivir.html.
Antonio dice
Hablando sobre voces discordante y análisis alternativos; últimamente estoy leyendo el manifiesto de Kilburn, publicado por la revista digital «Soundings»; muy recomendable