Existe una tendencia social, digamos que piadosa, que presume de no desearle el mal a nadie, aunque a diario tan constructivo sentimiento sea objeto de una impugnación íntima constante. Los santos, ya se sabe, no existen. Según esta tesis, cuando una desgracia acontece quien la sufre siempre es una víctima (inocente) y merece ser objeto de una solidaridad infinita. Igual que las medallas y los galardones, que se otorgan sobre todo a los amigos del jurado –como decía burlescamente don Nicanor (Parra)–, e incluso ad maiorem gloriam del sanedrín correspondiente, tal creencia tiene más que ver con la necesidad de quedar bien que con las circunstancias objetivas de esa virtud –tan cristiana– que se llama compasión. En el caso del indulto a los presos del procés, que probablemente son los reclusos de España con más licencias y capacidad de movilidad del mundo, se cumple fielmente esta puesta en escena: quienes los exigen en favor de una supuesta concordia –Pedro I, el Insomne y la correspondiente cofradía de heraldos– pretenden hacernos creer hasta en dos santidades consecutivas: la de los reos y la suya propia. Su planteamiento no es que sea binario, es que resulta infantil: si no estás de acuerdo en anular la pena impuesta por el Supremo, como mínimo, eres una mala persona o alguien con un perverso afán de venganza.Después están los enterados: dícese de aquellos que, en un supuesto alarde de inteligencia, te revelan –léase esto con tono confidencial– que el perdón del consejo de ministros a quienes violaron la Constitución –con plena conciencia y un sinfín de advertencias previas– o huyeron al extranjero, demostrando tener la misma valentía que el Cid Campeador, contribuirá al reencuentro y a relajar la tensión política en Cataluña, además de atraer a ERC a la senda del diálogo. Ante ambos argumentos dan ganas de bostezar. Non è vero, non è ben trovato.
Los Aguafuertes en Crónica Global.
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