Entre los intelectuales británicos, y especialmente en el caso de los escritores, existe un nutrido linaje que se caracteriza por una maravillosa contradicción: son profundamente ingleses y, al mismo tiempo, aborrecen –para siempre o según temporadas– Inglaterra. La estirpe es generosa en poetas –los románticos Byron, Shelley, Keats, Browning– sin eludir a los prosistas, como ejemplifican los casos de Oscar Wilde o James Joyce, aunque estos dos procedieran de la católica Dublín. Todos, en mayor o menor medida, hicieron suyo (incluso antes de ser enunciado) el consejo de T.S. Eliot, a su manera un expatriado norteamericano en Londres: “La única manera de prolongar una tradición es rompiendo con ella”. El divorcio de las propias raíces vitales o culturales, en el fondo, es una suerte de homenaje a los orígenes, sólo que por una vía indirecta. Christopher Isherwood (1904-1986) pertenece a esta especie por partida doble. Primero, porque era inequívocamente inglés –procedía de Cheshire, al Noreste de Gran Bretaña, de donde también era el gato sonriente de Lewis Carroll, que aparece y desaparece a voluntad en las dos fábulas de Alicia– y, segundo, porque terminó nacionalizándose estadounidense, después de pasar sus mejores años en California, a sueldo de la industria de Hollywood, que le permitió vivir de escribir, cosa que no consiguió durante todos los años en los que trabajó para el sector editorial.
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