“Los escritores humoristas tienen, sobre los exclusivamente serios y los totalmente alegres, una superioridad de miras incontestable (…) El culteranismo es muy fácil; lo difícil es escribir con naturalidad”. La afirmación, sin lugar a dudas brillante, pertenece a un escritor sin excesiva fortuna crítica –el asturiano Ramón de Campoamor– que en 1883 publica la primera versión de su Poética como prefacio de Los pequeños poemas (English y Gras Editores). En ella, asombrosamente, enuncia el camino que desde entonces, con oscilaciones y algún paréntesis sostenido, ha transitado la poesía española contemporánea. Parece increíble y, sin embargo, es cierto: tuvo que ser un poeta decimonónico y crepuscular, al que algunos han llegado a calificar como pésimo versificador, quien adelantara por su izquierda al infame galeón de exquisitos poetastros que –benditos ingenuos– creían que la verdadera esencia de la poesía está en la retórica, las formas dislocadas, la gestualidad excesiva y la ansiedad gritada. Frente a ellos, en solitario, Campoamor proclama la vigencia de un lenguaje poético próximo a la prosa –salvo por el requisito ineludible del ritmo– y en el que la inteligencia y la intuición son más útiles que la métrica y hablan a través de la ironía, ese don tan escaso que consiste en reírse de uno mismo al tiempo que se canta.
Las Disidencias en #LetraGlobal.
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