Josep Pla, que irónicamente decía que no dominaba el castellano, esa lengua que tiende a construir frases muy largas que terminan “con forma de cola de pescado”, como le gustaba contar para captar la benevolencia ajena, que es la forma retórica de seducción más práctica que existe, es probablemente uno de los mejores prosistas en español del pasado siglo. Sólo se le acercan Baroja, Camba y Chaves Nogales, aunque el falso payés cosmopolita de Palafrugell citara siempre a Pérez de Ayala como ejemplo de buen escritor. Lo cierto y verdad es que frente al barroquismo adolescente y a la prosa de sonajero que tan buena prensa tuvo durante la Santa Transición, la apabullante opera omnia de Pla –30.000 páginas en 47 volúmenes publicados por Destino– ha resistido el paso del tiempo tan fresca como una lechuga recién recogida del huerto.
No es una gesta menor. Sobre todo, si tenemos en cuenta que su literatura se basa en el fragmento, los dietarios (falsos), la crónica periodística, ese maravilloso género en extinción; y un realismo donde el único referente es el hombre que, como había descubierto Montaigne muchos siglos antes, es el único punto de vista que tenemos a mano para enjuiciar el mundo. No hay más. Pla utilizaba el español para el periodismo y el catalán para los libros y los diarios. Alternaba ambos idiomas sin dificultad, con una naturalidad que sólo es problemática para aquellos que usan la lengua para separar(nos). La mejor traducción al español de su obra más afamada –El quadern gris– la hicieron Dionisio Ridruejo y Gloria Ros; tarea que ha sido continuada después por Xavier Pericay, a quien debemos el volcado –como diría un informático– del catalán del Baix Empordà al español más sugerente de la pasada centuria. A falta de una novela mayor, la mejor creación de Pla es su propio personaje: el sabio solitario en calcetines. Alguien suficientemente atractivo como para ser objeto “en el país” –como diría él– de la manipulación política interesada que trata de acercar su figura, reverenciada por la ilustración literaria, hacia posiciones nacionalistas.
La biografía que le hizo Cristina Badosa (Edicions 62) lo descubría como un colaborador del franquismo, espía en el París de la posguerra y otras lindezas que explicarían que nunca recibiera el Premi d’ Honor de les Lletres Catalanes. Las Notas biográficas que más tarde compuso Arcadi Espada (Editorial Omega) nos dibujan al personaje como un estilista antirretórico obsesionado con el sexo y, al final de sus días, preso por la devoción febril hacia la misteriosa Aurora, mujer extraña; una antigua amante destinataria de su abundante correspondencia y causa de las visitas furtivas del periodista ampurdanés a Buenos Aires. Ninguna de ambas visiones nos parece exacta –aunque lícitamente lo sean para sus dos autores– porque Pla es un personaje que se pasó la vida escribiendo sobre sí mismo, pero en muchos aspectos continúa siendo un misterio. La víctima secreta de una íntima contradicción. Un cofre lleno de tesoros maravillosos –descriptivos, sintácticos, expresivos– que siempre guarda un cajón cerrado. Incluso ahora, 120 años después de su nacimiento.
Su capacidad de seducción, que también era parte de su obsesión por no caer en lo ridículo, provocó hace unos años que el nacionalismo, tan aficionado a sus particulares relecturas de la historia, tratara de camuflar su universalismo, que parte de un localismo selectivo y mayormente espiritual, para adscribirlo al bando de la obstinación secesionista. Pla no era independentista –pese a su efímero paso por la Lliga Regionalista, dos años después de terminar la carrera de Derecho– porque su moralismo literario es de estirpe francesa, regeneracionista y escasamente patriótico en el sentido marcial del término, que es el único que profesa el fanatismo soberanista. “No creo en las profundidades espirituales”, decía a los ochenta años, siguiendo el sabio consejo de André Gide. Difícilmente podía aquel hombre, materialista por instinto, creer en la patria liberada que venden los hacedores del prusés, para quienes el patriotismo es un concepto no sólo profundo, sino tan hondo como un pozo.
Por otra parte, Pla, que en su juventud tuvo la ocurrencia pasajera de pensar en ser notario, tenía una naturaleza muy poco sentimental, otro rasgo que lo sitúa a años luz de la retórica de las banderas. “La felicidad de la vida consiste en no envidiar nunca nada a nadie”, escribió. Ni siquiera un Estado propio. ¿Para qué? La burocracia eclesial ya le parecía más que suficiente. Sabía por experiencia que cuando la pasión política sube, la moral baja. Y que las revoluciones no sirven de nada. Y mucho menos en Cataluña, donde –sostenía– “no hay aristocracia, la propiedad está muy repartida y quien es inteligente tiene algunos billetes en el bolsillo”. Para él tarea del escritor no era reivindicar el terruño como un paraíso perdido, sino fijar sus tipos mediante una titánica lucha con las palabras, que deben usarse con la máxima libertad frente a la censura de los rufianes de turno, encargados de definir qué es lo correcto.
El país de Pla, que se reducía al falansterio de Llofriu, es diminuto. Humano. Profundamente terrestre. Definía al catalán –de su tiempo– como “un ser que se ha pasado la vida siendo español y al que le dicen que tiene que ser otra cosa”, un individuo vulgar preso de la insatisfacción; en ocasiones envidioso, grosero, pero muy hábil para copiar. Los mitos patrióticos le resbalaban. Había viajado lo suficiente –Francia, Alemania, Portugal, su admirada Italia– para desconfiar de los líderes mesiánicos. Y conocía, gracias a este sostenido periodismo apátrida, que no existen pueblos elegidos. Sólo hombres solos a merced de las olas de la vida, que a veces te elevan a la cima y acto seguido te bajan al suelo. “Yo soy soltero, y eso es importante”, proclamaba para reivindicar una identidad que no reside en el lugar de nacimiento ni en la condición heredada, sino que se compone con la suma de cosas banales: un paisaje, una comida, una forma de temblar o la manera de leer el periódico. Se pasó la vida trabajando en diarios y semanarios –“el periodismo se ha hecho siempre a lápiz”, “yo llegué al periodismo cuando a mi familia se le acabó la cosa del dinero”– y en ellos aprendió no sólo a escribir, sino la importancia capital de las palabras, especialmente de los adjetivos, sin los cuales los artículos no pueden convertirse después en libros.
Su voluntad de exactitud, que algunos críticos atribuyen a la influencia de Proust, procede más bien de una convicción basada en la observación: “Los hombres no son nunca claros”. Su forma de remediarlo consistió en rehuir la mentira, evitar las citas y, en lo posible, construir una literatura donde no pasa nada y sucede todo. En la que, bajo una aparente sencillez forjada a base de esfuerzo, cuadernos, una letra diminuta y paciencia, igual que los artesanos, el caos ordinario se ordena milagrosamente de la misma forma que ocurre en las películas de Rohmer: con la naturalidad de la vida que pasa. Su obra es un fluido precioso, un canto personal frente al tiempo donde la ternura y la ironía conviven sin dificultad y la rutina se convierte en la única épica realmente posible. Pla es un prosista prosaico. Lejos de ser una redundancia, nos parece la más alta condición de un poeta moderno: aquel capaz de descubrirnos el destello de nuestra propia sombra sobre la dudosa luz del día, como escribió –en un verso invencible– don Luis de Góngora y Argote, el gran culteranista cordobés.
Letra Global, el ‘spin-off’ cultural de Crónica Global.
[1 de agosto de 2017]
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