No existe nada más inverosímil que la muerte. Sobre todo cuando se trata de la propia. Uno puede imaginársela en abstracto y teorizarla, pero no vivirla -más allá de un pálido instante- porque cuando uno se muere de verdad, en serio, deja de ser él para convertirse en otro. Julio Manuel de la Rosa, insigne escritor de provincias, no hacía vida literaria; escribía. No perseguía a los editores; leía. Y en el entreacto entre estas dos ocupaciones básicas también hacía clases -por decirlo a la manera de Nicanor Parra, que le antecedió unas semanas en este trance de irse al otro mundo- en la escuelita de Periodismo y Turismo que la familia Uruñuela tenía abierta en la calle Muñoz y Pabón de Sevilla a modo de sucursal de la Complutense bajo el nombre -entonces poderoso- de Centro Español de Nuevas Profesiones. Repárese en los dos adjetivos. Allí impartía redacción y enseñaba literatura con la misma naturalidad de quien se toma un café con leche: sin darse importancia.
Un obituario para elmundo.es
Deja una respuesta