Sir Winston Churchill, célebre por haber perdido unas elecciones después de ganar una guerra y ser un consumidor compulsivo de habanos, esa obra de arte tan efímera, sostenía que el precio de la grandeza reside en la responsabilidad. A juzgar por lo que llevamos contemplando desde hace demasiado tiempo en Andalucía, vivimos en un país de gente que es incapaz de asumir las consecuencias morales de sus propias acciones.
Si la épica de los individuos requiere como condición necesaria que éstos acepten con idéntica actitud los éxitos y los fracasos, el poder y sus sacrificios, bien pudiéramos pensar que la clase política patria, cualquiera que sea el punto cardinal desde el que hablemos, permanece absolutamente ciega ante la enseñanza del célebre premier británico. Ellos ambicionan la grandeza, que no es lo mismo que el poder, pero su capacidad para asumir las responsabilidades inherentes a su ejercicio rara vez sobrepasa el terreno de lo minúsculo. Quieren disfrutar de todas las prebendas de los cargos –dinero, influencia, prestigio– sin echarse a las espaldas ninguna de sus contraprestaciones.
Ver a parte de la cúpula del PP pasar por el juzgado sin hacer el paseíllo –fueron en coche, como los señores– fue en su momento un episodio bastante ilustrativo de la inmensa distancia no sólo física, sino mental, que separa a los ciudadanos de los padres de la patria. Mientras cientos de héroes anónimos, pero con nombres y apellidos, trabajan todos los días para salir adelante, caminando a pesar de las zancadillas de la vida, la nomenclatura política, que tanto predica sin dar trigo más que a los suyos, aduce una extraña desmemoria colectiva con la que pretende ponerse a salvo de cualquier aprieto.
“No tengo constancia”. “No lo recuerdo”. “No me consta”. “No es competencia mía”. Son las frases que, ante el juez Ruz, repitieron hace unos meses como obedientes creyentes doctrinales Cascos, Arenas –aquel fustigador bíblico de los corruptos del Sur– y Cospedal, cuyo cinismo político sólo puede calificarse como cobardía interesada. ¿Alguien puede creer que ninguno de ellos supieran nada del tránsito de billetes, dineros y donaciones que a cambio de favores en forma de contratos públicos pagaban algunos empresarios, entre ellos notables prohombres andaluces, cuyos nombres, generalmente compuestos, obvian ciertos periódicos?
El poder en España acostumbra a rodearse de cortafuegos para derivar hacia terceros las responsabilidades de sus actos. Por eso existen los hombres de paja, los testaferros y los tesoreros: para cargar con todas las culpas posibles y que los virreyes nunca soporten el peso penal de sus acciones. El problema surge cuando, como ocurre en el caso Bárcenas, los fontaneros del partido, amenazados por la justicia, deciden tirar de la manta. Entonces el teatro se invierte: los generales se transforman en mezquinos jefes que nunca supieron nada de los hechos y que, por tanto, no pueden ser responsables de cosa alguna. Algo que no sucede ya ni en el ejército, donde los militares al menos están obligados a asumir sus decisiones. Aplicando la máxima de Churchill, esta línea de defensa –una inculpación– despoja a los políticos patrios de una grandeza que jamás tuvieron pero que todavía aspiran a conservar, acaso por aquello que dijera el clásico: sin honra, no somos nada.
Este mal, en todo caso, no es un rasgo exclusivo del PP. La ignorancia interesada de determinados hechos ha sido durante demasiados años el argumento esencial de defensa de los socialistas en Andalucía cuando se han visto cercados –como todavía están– por asuntos como el escándalo de los ERES. “Eran cuatro golfos”. “Nadie sabía nada”. “Se ha pervertido un sistema que se creó con fines nobles”. No se vislumbra ni un ápice de grandeza en estas exculpaciones, que ni aceptan lo hecho ni asumen la evidente responsabilidad que, por acción u omisión, se deriva del mayor saqueo a las arcas públicas de los últimos tiempos. Que ciertos políticos roben es, desde antiguo, un viejo hábito que obedece al hecho de que no siempre son los mejores quienes detentan el mando.
El cáncer de la democracia, sin embargo, no son estas conductas individuales, sino la tramoya que existe tras el escenario: los partidos políticos operando como mafias que se protegen frente a los ciudadanos, a los que dicen servir y no hacen sino estafar en lo económico y en lo moral. Mientras muchos españoles pierden sus empleos, se enfrentan a deudas que nunca serán condonadas –al contrario de lo que ocurre con los bancos–, se les recorta el sueldo y tienen que convivir con la incertidumbre de que su trabajo, su casa, sus pensiones y el porvenir de sus hijos pueden esfumarse en el aire, los gobernantes, que tanto aman a la patria, contestan eso de “no me consta”. O dicho de otra forma: “constato que no me afecta”.
Lo peor es que tienen razón: a la mayoría no les va a pasar nada porque aún cuentan con los resortes necesarios para no tener que volver a trabajar ni rendir cuentas ante nadie. Ni siquiera tienen que cotizar a la Seguridad Social para percibir una pensión vitalicia después de haber pisado las alfombras del Congreso. Una democracia donde todo esto está permitido no merece este nombre. Habitamos dentro de un espejismo: las cúpulas de los partidos políticos no llegan al Parlamento gracias a los votos de la gente, sino mediante sufragios que devienen de favores pretéritos o futuros.
La cadena de intereses inmediatos resiste, como ha ocurrido en tantas otras ocasiones y regímenes políticos, aunque en ella no exista ni un sólo gramo de justicia poética. Si todos los españoles hiciéramos lo mismo –escurrir el bulto, culpar a otros, mirar para otro lado– este país se derrumbaría. ¿Acaso no lo está ya? Pese a tener que convivir con este panorama de miseria moral, muchos ciudadanos se levantan todos los días, hacen su trabajo –si lo tienen; si no, se lo inventan– e intentan seguir adelante. Son los únicos héroes que quedan en esta nave de locos donde el valor ha dejado de ser una virtud admirada por todos para convertirse en un problema. Ocurre por doquier. Cuando te despiden, el verdugo pone cara de santo. Cuando te asesinan, tu homicida te da el pésame antes de clavarte el puñal por la espalda. Cuando te desahucian, los primeros en compadecerte son quienes te expulsan de tu propia casa. Nadie asume su responsabilidad en este circo. Pero todos somos muy buenos cristianos. Laus Deo.
Vivimos dentro de un engaño. La patria está llena de mentirosos y algunos creen que una manera de atenuar las infamias que comenten a diario consiste en disculparse, rehuir la mirada o emitir, si la cosa se pone demasiado tensa, un brevísimo lamento. Ni siquiera nos queda ya el consuelo de padecer a aquellos magníficos malvados de los westerns de Huston, esos personajes que, pese a su inmensa crueldad, eran moralmente respetables porque, en lugar de fingir una bondad que no tenían, asumían su propia naturaleza de tipos infames. Lo dice Dylan en una canción: “Para vivir fuera de la ley hay que ser honesto”. España se ha convertido en un país de miserables, siendo en realidad una patria de gente honesta, porque hemos dejado que demasiados impostores nos gobiernen. No podremos volver a ser grandes mientras sigamos siendo tan cobardes.
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