La política española, contaminada sin remedio por el nominalismo –dícese de la costumbre que consiste en cambiar a capricho el nombre a las cosas para disimular la realidad que expresa su auténtica denominación–, se ha convertido en una espiral de paremias. Todos los partidos participan de este teatro (dramático) que viste con términos falaces el verdadero alcance de sus decisiones. Quien promueve la discordia apela a la convivencia. Aquellos que malversan, como sucedió en el escándalo de los ERES, lo justifican amparándose a la justicia social. La vida pública es una sucesión de ingenio, desvergüenza, picardía y mentiras. Por supuesto, no existe ningún gobernante que tenga vicios. Todos son virtuosos. Da la impresión de que basta y sobra con elegir un refrán favorable –“hacer de la necesidad virtud”, como dijo Sánchez para justificar su investidura con los votos del independentismo– para conjurar el riesgo de que alguien, igual que en el cuento de Hans Christian Andersen, se atreva a decir que el Rey camina desnudo. Enunciar cualquier evidencia en este escenario lleno de medias verdades supone caminar a contracorriente. Oponerse al curso natural del río
Los Cuadernos del Sur en La Vanguardia.