Cuando me hablan de la patria, me echo a temblar. No soy el único. Lo sé. Pero no por numerosos aquellos que no creemos en los linajes ni pensamos que los territorios tengan que tener necesariamente una proyección política gozamos de buena prensa. Más bien al contrario. El fenómeno es curioso porque en realidad no es más que una herencia tardía de finales del XVIII y principios del siglo XIX. Los años del positivismo, el romanticismo y el idealismo, que configuraron la noción del Estado-Nación donde antes sólo había imperios, se llamasen reinos o califatos; igual da. Sobre este mismo concepto sigue moviéndose casi toda la política patria, que desde entonces tan sólo ha sido capaz de reformulaciones parciales de la misma vieja idea: el Estado, la Comunidad Autónoma y la provincia vienen a ser para algunos casi como el paraíso, aunque bien es cierto que esta última denominación política (la provincial) resulta mucho más entrañable (por inocente) y absolutamente ineficaz salvo para determinadas cuestiones partidarias.
La superlativa estructura autonómica española, herencia imperfecta de la Constitución que nos trajo la partitocracia en la que ahora intentamos sobrevivir (con escaso éxito), ha sido, junto al terrorismo, una de las constantes perpetuas de la política española durante las últimas tres décadas. Los nacionalismos periféricos situaron entonces la cuestión en el tablero político y la ficha no sólo no ha salido de la casilla asignada, sino que ha terminado ocupando todo el terreno de juego disponible. Sin dejar espacio a casi nada más. Ni siquiera al sentido común. Es un fenómeno que sólo puede explicarse en clave particular (el interés de los partidos) y que cada vez tiene menos que ver con la realidad de la calle. Con la vida de los ciudadanos. Quizás hace tres décadas ese lírico sentimiento autonómico, convertido después en dogma por algunos, fuera visto como algo natural y hasta necesario dado el contexto político de entonces, pero parece obvio que ahora, cuando el peligro cierto es el de incurrir en un completo naufragio social, se ha convertido en una mera ceremonia de salón (de los espejos). Y en motivo recurrente para una retórica concebida sin pulso ni alma, sólo escrita para los correspondientes (como en las academias) discursos de ocasión. Seamos sinceros. Idealistas quedamos pocos y nos va regular. Quizás por una verdad terrible: nadie tiene más patria que su propia hacienda.
Los actuales gobernantes persisten sin embargo en esta llamativa obstinación: no son capaces de percibir la profunda fisura existente entre sus despachos y la calle. La distancia ya es infinita. Sideral. Estos días el presidente de la Junta de Andalucía, José Antonio Griñán, siguiendo con algunas variantes propias la hoja de ruta de los nacionalistas (en Andalucía el PSOE es nuestro particular partido nacional) ha cogido con vehemencia la bandera blanca y verde con el pretexto del trigésimo quinto aniversario de la manifestación del 4-D, en la que algunos sitúan “el momento clave de la lucha del pueblo andaluz”. Bueno está. Sin entrar a juzgar el valor histórico de aquel episodio (que existe, pero que también se ha amplificado por intereses nada inocentes) lo cierto es que la defensa de la patria andaluza sigue siendo, de nuevo, el mismo discurso recurrente al que acogerse en los momentos críticos; sobre todo si lo que se quiere ocultar son tanto los errores propios como los ajenos. Cuando se coge una bandera y se pide a la gente que salga a la calle en fila y con paso marcial lo que se busca es diluir las responsabilidades (que existen) frente a la realidad (dramática) en pos de una utopía simbólica. No estamos para lirismos. La realidad de Andalucía, de Sevilla en concreto, es negra. Ayer lo demostraban los datos del desempleo: 258.255 sevillanos sin trabajo. El país va camino de los cinco millones de parados. ¿Es el momento de las banderas pretéritas de nuestros antepasados? ¿No hay otras más urgentes?
El sendero elegido, además, es delicado porque insiste en vincular lo sentimental (la noción de pertenencia a un lugar) con lo político. Una política sin sentimientos es inhumana (véase la última reforma laboral del PP), pero una política excesivamente sentimentalista induce al irracionalismo más primario. Nos devuelve a la tribu. De todos es sabido que el equilibrio que requiere la convivencia no se basa sólo en asumir las decisiones de las mayorías, sino también en el respeto a las minorías. Griñán busca ahora a la reinvención del 4-D sobre la tesis de una ofensiva centralista (representada en el PP) y de un nacionalismo radical (encarnado en catalanes y vascos). Es una lectura lícita, pero excesivamente simple. No todos los centralistas son por fuerza conservadores (jacobinos existieron siempre) y los radicales de hoy antaño a algunos les parecían personas muy serias y civilizadas, quizás por aquello de que cierta gente es extraordinariamente educada hasta que le tocan el bolsillo. La Junta sostiene de que las políticas del Gobierno central están rompiendo la cohesión social. Ya está rota. Desde hace años, si es que en algún momento ha existido verdadera cohesión social en la Andalucía.
No estoy seguro de si la actual autonomía es un requisito necesario para solucionar los problemas de los ciudadanos. El instrumento existe en el ámbito formal, legal y jurídico. Probablemente funciona a un coste mayor del deseable y con excesos imperdonables. Pero lo cierto es que no forma parte de los problemas básicos de la gente. Los urgentes. Tenemos de nuevo las mismas necesidades sociales de hace treinta años. Están casi todas encima de la mesa de nuevo. Se reproducen y crecen. La cuestión que habría que preguntarse antes de coger cualquier enseña y apelar a la dignidad patriótica es si aquel sueño de la Andalucía autonómica del 4-D ha sido capaz de fortalecer la independencia de los ciudadanos o, en realidad, no ha sustituido unas variantes de dependencia por otras distintas. Porque la autonomía realmente trascendente, para la que todavía necesitamos un buen manual de instrucciones, no es la de los viejos pueblos (lenguaje que ya se antoja caduco), sino la de las personas. La de los individuos. Y ésta ni tiene bandera ni nadie que la grite al viento. Es la patria difusa de la gente del común. Los ciudadanos sin lemas, sin manifiestos y, ahora, sin trabajo.
Madame Bovary dice
«Eso de extrañar, la nostalgia y todo eso es un verso. No se extraña un país, se extraña el barrio en todo caso, pero también lo extrañás si te mudás a diez cuadras. El que se siente patriota, el que cree que pertenece a un país, es un tarado mental. ¡La patria es un invento! ¿Qué tengo que ver yo con un tucumano o con un salteño? Son tan ajenos a mí como un catalán o un portugués. Una estadística, un número sin cara. Uno se siente parte de muy poca gente; tu país son tus amigos, y eso sí se extraña, pero se pasa.» Martín Hache