Existe un punto, entre insufrible y encantador, en la maravillosa prosa de Josep María de Sagarra (1894-1961), que ha pasado a la historia de la literatura catalana como un poeta asombrosamente popular y un dramaturgo de éxito; un hombre, en definitiva, capaz de escribir cualquier cosa sin despeinarse (entre otras cosas porque perdió el pelo muy pronto) y que oscilaba, sin caer en la obscenidad de la contradicción, entre las altas cunas y los bajos fondos de una Barcelona en blanco y negro formada mediante la destilación de los calendarios amarillos, donde sedimentaron las vivencias de quienes nos antecedieron con sus lágrimas inútiles y sus ambiciones, tan comunes. Una urbe que aspiró a una modernidad más imaginada que cierta, pero –al fin y al cabo– lo suficientemente útil para crear una leyenda que se ha prolongado más o menos hasta hace una década. Cuando el mito se derrumbó. Sagarra es el escritor más parecido a Proust que ha tenido Barcelona, aunque su imagen inmortal, que es la que registran las fotos, se acerque más a los héroes de ciertas novelas negras –el sombrero cobijando la temprana calvicie, el terno impecable, la mirada interesante– que a lo que también fue: un amante de la gastronomía, un devoto de la ornitología, el dedicado archivero de su saga familiar, que siempre reivindicó con el orgullo que un aparcero dogmático.
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