Cuatro décadas después de su génesis, gracias al título VIII de la Constitución, de las autonomías puede afirmarse lo mismo que Mark Twain decía de los seres humanos: “Son un experimento; el tiempo dirá si valen la pena”. La discusión territorial, invariante de la política española durante más de siglos, ignora este principio de la relatividad. Discutir o reformar el modelo autonómico, algo lícito en cualquier democracia, se considera en el mejor de los casos una heterodoxia y, en el peor, un pecado nefando y recentralizador. La organización territorial española se justifica casi siempre a partir de conceptos tan discutibles como la identidad en lugar de encauzarse en función de una evaluación objetiva de sus resultados. De esta circunstancia se infiere que se trata de una cuestión sentimental –aunque camufle intereses económicos muy concretos– más que racional, y que los autogobiernos de la España plural no son tanto herramientas institucionales cuanto la traducción de ideales políticos. Ninguna región admite que su autonomía pueda haberse fundado gracias a una concesión o sea fruto de una negociación. Todas se conciben a sí mismas como una conquista social.
Los Cuadernos del Sur en La Vanguardia.