El nacionalismo, cualquiera que sea su máscara, se basa en la sensación compartida de sufrir una afrenta, por lo general inexistente. Da lo mismo si procede de Cataluña, Euskadi, Galicia, Madrid, el famoso rompeolas de todas las Españas; o Andalucía, encerrada en su bucle de perpetuas deudas históricas. Es irrelevante: cualquiera de sus variantes proyecta un discurso (interesado) basado en el victimismo. No existe ningún nacionalista, sea nórdico o meridional, que no afirme sentirse ofendido –aunque la ofensa sea pura ficción– y, en consecuencia, pregone la idea de que merece una compensación, un trato de favor, un régimen jurídico singular con independencia de si éste se basa en un hecho diferencial o en un derecho particular. Todos estos llantos terminan con un autogobierno que debemos financiar todos.
Los Aguafuertes del lunes en Crónica Global.
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