“Se puede vivir sin pensar”.
Julio Cortázar.
Al igual que en los espejos de los coches, en la vida existe un ángulo muerto. Un punto de fuga donde las perspectivas presentes desaparecen y la visión resulta un ejercicio completamente imposible. Es un espacio diminuto, pero puede convertirse en causa directa de un accidente mortal por la ceguera que sobreviene si su tamaño se torna excesivo. Un peligro similar amenaza a Sevilla, sólo que su particular ángulo muerto es la estampa que, entre todos, aunque unos más que otros, hemos construido para poder expresar nuestra identidad.
Esta estampa hispalense, a la que algunos insisten en llamar marca como si las ciudades fueran productos y las personas que las habitan no existieran, fagocita constantemente cualquier iniciativa social por su sostenida obsesión de omnipresencia. Sus mandamientos principales son dos. Uno: Sevilla ya está construida y es la ciudad más hermosa del mundo. Por tanto, no debe cambiar. Segundo: no existe otra ciudad más ideal que esta urbe celestial donde el tiempo se detiene y el ritual se convierte en la única pauta social.
Se trata de una ficción maléfica. Cualquier ciudad intenta renovar su herencia para proyectarla hacia el presente. En eso consiste ser moderno. Sevilla, en cambio, ha elegido el camino opuesto: su pretérito, idealizado en exceso, devora cualquier hipotética perspectiva de progreso. No es sin embargo extraño: los linajes menores hispalenses, que llevan décadas beneficiándose de un statu quo en el que son los protagonistas predominantes, no van a consentir que ninguna idea no controlada por ellos los ponga en evidencia. La Sevilla oficial está obsesionada con el espejo, igual que Dorian Gray, pero no permite que junto a su reflejo aparezca más protagonista que ella misma.
La recreación de este paraíso en el tiempo que algunos identifican con Sevilla es artificiosa. E insuficiente. Pero, como ocurre en los relatos fantásticos de Julio Cortázar, la ficción en ocasiones puede cobrar vida propia, rebelarse contra quienes la han creado y terminar dejándolos desamparados y en la calle. Es la métafora del cuento Casa Tomada, publicado en Pasajes, el tercer tomo de la colección de relatos completos que hace unos años publicó Alianza. Se trata de un relato sorprendentemente simple. Una reformulación de La caída de la Casa Usher, de Poe.
Hay quien atisba en este texto una crítica al pecado del incesto que, como todas las perversiones familiares, son las más inquietantes y, por tanto, las más penadas por la moral dominante. Otros, en cambio, interpretan esta historia, en la que dos hermanos que viven como un matrimonio son expulsados de la casa familiar por la presencia de unos seres fantasmales e indeterminados cuya identidad jamás se aclara, como una alegoría perfecta de lo que hizo el peronismo con la Argentina.
A mí, sin embargo, me permite hacer una lectura simbólica de lo que está sucediendo en Sevilla. Las cifras del paro han roto todas las barreras de contención. El 44% de los hogares tiene a alguien sin trabajar. Uno de cada tres profesionales no puede subsistir por sí mismo. Cada vez tenemos menos dinero y más necesidades básicas sin cubrir. Y, a pesar de todas estas evidencias, no dejan de decirnos que vivimos en una ciudad celestial donde la calidad de vida es altísima y disfrutamos de una filosofía hedonista que nos convierte en la envidia del orbe.
La realidad desmiente todos los días esta fábula. No importa: la ciudad oficial suele obviar a las voces discrepantes y sigue dándole vueltas a la máquina de sevillanía con la seguridad de que no ocurrirá nada. Probablemente acierte. Sevilla hace tiempo que dejó de pensar para conformarse con su propia estampa idílica aunque todo nos diga lo contrario. Que nos creamos equiparables a París, Roma o Londres es una patología surrealista. No lo somos. Ni lo seremos nunca. Entre otros factores, por nuestra mentalidad.
La imagen que Sevilla ha ido construyendo sobre sí misma, a falta de mejores alternativas, e incluso contra ellas, ha crecido de tamaño en exceso, hasta convertirse en un ser deforme. Al igual que en el relato de Cortázar, la fábula ha tomado la casa –la ciudad auténtica, donde estamos todos– y tras avanzar habitación por habitación está expulsando a los habitantes –los sevillanos que no militamos en bando alguno– con lo puesto. No es tan sólo una imagen. Son hechos: los desahucios se suceden, el desempleo es genético, la clase media se hunde y el ánimo de todo aquel que no quiera vivir sin pensar, que es lo que hacían los personajes del relato, no encuentra argumentos para resistir frente a la tempestad.
Acabamos de salir de la Feria y algunos empiezan ya a anunciar la peregrinación al Rocío. Es el eterno bucle sevillano, que no cesa. Hasta el alcalde, después de haberse dedicado a dar un pregón en ráfagas por twitter durante la Semana Santa, se ha pasado toda la Feria intentando demostrarnos que el consumo ha aumentado en las casetas, como si tal circunstancia fuera un éxito atribuible a su inexistente gestión política.
Si la coyuntura de Sevilla no fuera tan dramática –en términos intelectuales, políticos y de puro sentido común– este tipo de singulares episodios darían para una comedia bufa. El mundo inmediato se está derrumbando y el hombre al que algunos eligieron para ponernos a salvo vocea, como si fuera el comercial de la compañía de refrescos, que en la Feria se vende mucha más Coca-Cola, la chispa de la vida, que antes. Es algo de lo más natural, alcalde. Estamos en el infierno. Y en los famosos círculos del Dante, además del calor que produce el fuego eterno, la desesperanza antes o después termina dando sed. Mucha sed.
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