La retórica de la estampa sevillana identifica la felicidad en la tierra con la imagen de alguien sentado en un velador, con los amigos, una cerveza en la mano y, al fondo, el perfil de la Giralda sobre un cielo profundamente azul. De tal metáfora ha hecho tradición la estirpe –menor– de los costumbristas hispalenses, aquellos que se creen poetas a pesar de no haber escrito más que de cofradías y anuncios patrocinados de cerveza. Pues bien: todo esto es mentira. O mejor dicho: es una media verdad donde el exceso, tan sevillano, tiene una de sus más sólidas embajadas.
Sevilla no es una ciudad donde el espacio público se respete. En esto tampoco somos europeos: la calle –se piensa– no es de nadie y por tanto todo está permitido. Ni siquiera respondemos al viejo tópico meridional de que la ciudad no es más que la prolongación de nuestra casa: si así fuera esta no sería la capital de las heces de perro, las micciones ecuménicas en las esquinas y los gritos a deshoras. Vivimos en una ciudad inexistente. Literalmente. Si hacemos caso a los clásicos, que consideraban los espacios públicos como la nuez de lo urbano, convendremos que Sevilla no es urbana, sino una suma de tenderetes particulares. Las plazas están sucias, las calles son un desastre, los parques no son verdes (salvo a ratos) y los políticos, pese a todas estas evidencias empíricas, nos dicen lo de siempre: “Somos la mejor ciudad del mundo”. Será de un mundo sin ciudades.
Cuando Zoido llegó a la Alcaldía –ese accidente cuyo responsable es Monteseirín– acuñó un concepto que pretendía resolver este problema: la ciudad ordenada. Sostenía el hoy regidor que bastaba con poner orden en las cosas para que Sevilla se convirtiera en Suiza. La patria del queso, el reloj de cuco, el secreto bancario, la civilizada convivencia (entre ricos) y donde todo funciona como un reloj. Puntualmente. Hubo quien lo creyó. El tiempo está demostrando que en Sevilla, donde el tiempo es visto como un enemigo, no hay más reloj que el borgiano reloj de arena.
Una muestra es la rebelión ciudadana que ha provocado la nueva ordenanza de veladores de la ciudad. El Ayuntamiento aprobó en abril un texto que consolida una vieja ilegalidad: la ocupación completa de la vía pública para fines comerciales. El discurso oficial del gobierno local ha sido, sin embargo, justo el contrario: la nueva normativa, según su versión, persigue equilibrar los intereses de los vecinos y los hosteleros, como si fueran iguales. Los habituales palmeros reprodujeron la tesis sin reparar en que la realidad, antes o después, estallaría. Así ha sido: más de cien entidades agrupadas en dos plataformas anunciaron esta semana que impugnarán la ordenanza que, según el PP, era fruto del consenso.
Los motivos son dos: incumple la legislación andaluza y ampara a quienes conciben la ciudad como una mera prolongación de sus negocios en lugar de como un patrimonio colectivo. Probablemente si la Junta –que ahora tiene que resolver la petición– anula la norma municipal Zoido entonará el habitual discurso de la indignación sevillana. Algo así como: “el gobierno bolchevique de Andalucía quiere perjudicar a la amada patria sevillana”. Las cosas van en otra dirección: la ordenanza de veladores es una muestra más de la voluntad municipal por proteger a quien viola sus propias normas a diario, convirtiendo la calle en una suma de corralitos privados. Es lo mismo que le pasa al alcalde con Victorio y Luchino: no pagan los impuestos municipales pero Zoido los invita igual a ver a las Santas de Zurbarán.
El conflicto recuerda a los antiguos litigios de lindes del mundo rural. Sólo que ahora el espacio en disputa es el que ocupan los veladores de los bares, principal fuente de negocio de la hostelería después de que entrase en vigor la ley socialista antitabaco. Más de 20.000 copan los mejores espacios de Sevilla para beneficio de algunos y perjuicio de todos los demás, que ni siquiera pueden caminar. La coartada, como siempre, es el empleo. Basta ver la calidad y cantidad de los contratos del gremio para darse cuenta de la extraordinaria manipulación que late detrás de este discurso. En el Ayuntamiento tienen un problema de percepción: creen que la ciudad son los lobbies que acuden a visitar a Zoido para pedirle que interceda por sus intereses. Los vecinos que han impugnado la ordenanza deben vivir en Utrera. Nadie les hace caso: la normativa municipal les condena a presentar denuncias que no van a ningún sitio –la ordenanza no considera que los veladores sean fuente de ruido– y a presentar escritos en un buzón de colaboración que nadie leerá. Extraordinario sentido de la participación ciudadana.
La batalla contra la excesiva proliferación de veladores es un gesto de autonomía vecinal. Decida lo que decida la Junta las plataformas ciudadanas están decididas a ir a la vía judicial porque entienden –y con razón– que no tienen que padecer la coyunda que el Ayuntamiento mantiene, por deseperación y falta de ideas, con cualquiera que diga que crea empleo (sin crearlo). Lo que está en juego en este litigio es mucho más que un mero conflicto local de intereses. Es la defensa de un concepto de ciudad que en la Plaza Nueva no se ha entendido nunca. Ni antes ni ahora. Basta pasar por la puerta del restaurante Robles –antiguo presidente de la patronal del sector– para ver cómo se coloniza una calle –alfombra encarnada incluida– cuyo mantenimiento pagamos todos para exclusivo beneficio particular. Nadie hace nada. Nadie dice nada. La ciudad ordenada del regidor ha devenido en ciudad abrevadero. Una ciudad gloriosa.
Deja una respuesta