Todos los indicios nos conducen por la senda del Armagedón. El Papa ha decidido renunciar –las discusiones de los católicos al respecto son estériles; ellos mismos consideran que Su Santidad es infalible, lo que anula controversia alguna– y los meteoritos del espacio exterior han empezado a caer con estrépito sobre la otrora tierra de infieles, Ucrania, ahora convertida a la fe ortodoxa tras décadas de sufrir el comunismo, esa religión (materialista) de los ateos. Si es realmente o no el fin, lo veremos pronto, pero las señales no dejan lugar a dudas: en Sevilla cada vez que los de siempre piensan en montar una nueva verbena cofrade el cielo amenaza lluvia. Dios, probablemente, ha dejado de estar con nosotros. Quizás le hayan aplicado (a él también) la reforma laboral y anda en la cola del Sepes, antiguo Inem. Mientras todos estos signos anuncian un posible apocalipsis, el Gobierno de Rajoy ha decidido –por fin– sacar de la caja de los secretos la reforma de la administración local. En su contexto, es más o menos similar al final de los tiempos. Al menos, para los ayuntamientos.
Cuando el texto definitivo salga de las Cortes –ahora se ha enviado a los órganos consultivos del Estado– la larga historia del municipalismo español pasará, como dijo en su día un ilustre jurista, a ser disciplina de historia del derecho en lugar de un capítulo más de administrativo. La normativa debe ser terrible. Prueba de ello es que, tras discutirla en el consejo de ministros, el Ejecutivo del PP evitó hacer pública su redacción y el ministro de Hacienda se trabó a la hora de explicarla. “Lo de hacer las presentaciones sobre ideas es complicado”, balbuceó al proyectar en formato digital las grandes cifras de ahorro que persigue esta reforma municipal. Lo usual es dar un alud de curvas estadísticas y cifras que no dicen nada a nadie pero sirven para aparentar transparencia porque para leerlas hay que saber interpretarlas. Se deduce así que el Ejecutivo de Rajoy piensa que los periodistas, pese a dedicarnos justamente a esto, de hermenéutica andamos más bien regular. Viendo a algunos –plegados a los criterios de quien carece de ellos– no es por otra parte de extrañar. Tenemos lo que nos merecemos. Nada más.
Exordio aparte, lo que por ahora se conoce del texto de la reforma municipal no es más que una confirmación de lo esperado. A lo sumo, algo más intensa. Se trata de la deconstrucción de facto de los municipios españoles –el primer ámbito político de cualquier democracia– en favor de estructuras políticas superiores cuya operatividad es más que cuestionable, lo mismo que su sentido de Estado a la hora de administrar el gasto público. Es el probable principio del fin de los consistorios. Para algunos, casi un sueño: los alcaldes a partir de ahora, salvo recalificar suelo –eso no se toca– y dar órdenes a la policía local, se dedicarán esencialmente al protocolo, a las sonrisas y a preguntar a los vecinos por la familia. Zoido (Juan Ignacio) debe estar encantado. Es justo lo suyo.
En Sevilla, recién salida de una huelga de basura en la que no ha habido vencedores –pese a los juglares de gesta–, el proyecto de ley de reforma local va a tener una aplicación cuyas consecuencias todavía no se perciben por completo. Son bastante previsibles: los ciudadanos van a recibir menos servicios públicos y éstos tendrán recursos decrecientes. Sus impuestos, sin embargo, no bajarán. Puede que haya quien se alegre de tal circunstancia, haciendo suya la tesis oficial de ahorro de dinero, pero será porque, como ocurre con frecuencia en el caso de muchos prohombres de Sevilla, no pagan ni el IBI ni las tasas municipales. Todos los que pagamos puntualmente sabemos que seguiremos abonando más al gobierno de Zoido por menos y que la Diputación –la institución que el PSOE usa para sus particulares guerras púnicas provinciales– lejos de desaparecer, tendrá más poder real al pasar a controlar muchos de los contratos que hasta ahora administraban los respectivos alcaldes. De traca.
No es extraño que el Gobierno haya querido presentar el proyecto con dos o tres tintes de corte populista: limitación progresiva del sueldo de los alcaldes, reducción de cargos de confianza y altos ejecutivos municipales y menos ediles con cargo a las arcas públicas. Apenas un ahorro del 3%. Quien quiera –y se lo tolere el padre padrone de su partido– puede llegar a ser concejal, gozar de cierto prestigio en la panadería y hasta dar pregones en el ateneo, pero vivir de los juegos florales le será más complicado porque sólo van a cobrar del Ayuntamiento los conciliábulos de los regidores. El núcleo duro, que dicen los zoidistas. Si ahora hay poca discrepancia interna en el grupo dominante en el Ayuntamiento –salvo a la hora de pagar los homenajes– cuando entre en vigor esta ley local será imposible. Prietas las filas: quien se mueva no cobra.
Todo esto es, como vulgarmente se dice, el chocolate del loro. Cosas de los partidos políticos. Clientelismo orgánico. Lo que sí es trascendente –para los ciudadanos– es el efecto que va a tener la aplicación de la doctrina del equilibrio presupuestario en la estructura municipal de los servicios públicos. La nueva norma establecerá un coste estándar para la prestación de todas estas funciones –las esenciales en una ciudad– y si las actuales empresas municipales no son capaces de cumplirlo serán disueltas en un periodo que, según el borrador, es de un par de años. Ahora en Sevilla no hay una sola sociedad municipal con beneficios estables. Sus costes son demasiado altos, entre otras cosas porque durante décadas han sido el refugio habitual de los colocados de los partidos –de cualquier índole política–. Al igual que los empresarios transmiten a sus hijos las acciones de las compañías familiares, los sindicatos han creado su propio linaje con cargo al presupuesto público. Los números no van a salir de ninguna de las maneras, así que el sendero es muy simple: reducción de plantillas, privatización o extinción. No hay más.
Lo más paradójico de la reforma es que quienes saldrán ganando en este río revuelto son las diputaciones. Herencia de la arquitectura administrativa del siglo XIX, y sin funciones propias, igual que las mancomunidades y demás inventos de ámbito comarcal, las corporaciones provinciales pasan a detentar el poder que se le quita a los municipios: la adjudicación de los contratos de servicios. Tiene gracia que ahora que el PP controla la mayoría de las instituciones provinciales españolas y andaluzas –salvo la de Sevilla– su famoso discurso en pro de su eliminación se haya venido abajo.
Los empresarios lo tendrán más fácil: no tendrán que hacer puerta fría ante un sinfín de concejales ni, en ciertos casos, pagar la habitual mordida en varios pueblos. Sólo tendrán que acudir al Cuartel de la Puerta de la Carne. Casi podemos hablar de una ventanilla única. Está claro que el modelo se ha pensado para el ámbito estatal. En Sevilla, esa ínsula rosa rodeada de romanos, la aldea de Astérix del socialismo español, en cambio, la doctrina beneficia al poder dominante en el PSOE de Sevilla. El presidente del PP sevillano, Juan Bueno, debe estar que trina: ahora es cuando su partido tiene mucho más complicado horadar la histórica red clientelar de los socialistas. Sin Sevilla, dicen, los populares jamás gobernarán la Junta de Andalucía. Da la impresión de que esta batalla se da en Génova por perdida: con Zoido al frente de la organización todos los avances que logró Arenas parecen condenados a la disolución inmediata. Es otra forma de deconstrucción. Voluntaria, en este caso.
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