Jorge Luis Borges, con su ironía inteligente, propuso una vez que los políticos no fueran considerados personajes públicos. Parece una boutade, pero la frase tiene su trasfondo: la vida pública es inequívocamente política, pero las formas de la política contemporánea están arruinando desde hace tiempo nuestra existencia colectiva. Toda una paradoja. Basta ver un telediario: la agenda de declaraciones de rojos, azules, naranjas, morados y amarillos, un par de sucesos, noticias virales, anuncios y deportes. El debate público en España, que en el siglo XIX consistía en zaherir al adversario político en los mullidos sillones del casino, con un aguardiente transparente en la mano, o en discutir de toros, se limita en estos tiempos a la venta al por mayor de las habituales marcas políticasy al fútbol, que ha sustituido a la lidia dentro de las preocupaciones del ciudadano medio. Algunos dirán que es lo natural: se habla de lo que interesa más a la gente, como si la vida cotidiana consistiera en contemplar este espectáculo donde casi no existen ideas –sólo lemas– ni nadie muestra la mínima convicción –los intereses a corto plazo mandan– ni, por supuesto, los asuntos importantes –el trabajo, la vivienda, la cohesión social, la educación, la cultura– son objeto de análisis, sino meros pretextos para ejercer la demagogia.
Los Aguafuertes en Crónica Global.
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