“Todos los hombres de genio son melancólicos, sobre todo los que se dedican a lo cómico”, escribió Hartley Coleridge (1796-1849), ensayista inglés e hijo del poeta Samuel Taylor Coleridge. Es cierto. Basta recordar las imágenes del trompetista Louis Amstrong solo en su camerino antes de salir a tocar. Un mundo secreto, en blanco y negro, lleno de melancolía, antítesis del espectáculo y su máscara. La tristeza, que a lo largo de la historia ha recibido distintos nombres y se ha encarnado en distintos cuerpos, desde el miedo a la depresión, no goza en estos tiempos de buena prensa. En la sociedad contemporánea quien que se aparta de la tribu para recluirse se ha convertido en un personaje inquietante, herético, anómalo. El pesimismo parece un pecado; el realismo, una anomalía. Todos debemos ser felices por obligación marcial, tal como establecía la Declaración de Derechos del Estado de Virginia, que en 1776 declaró como ineludible objetivo patriótico “la búsqueda y la obtención de la felicidad”. Una fórmula replicada en 1812 por la Constitución liberal de Cádiz, que justificaba la existencia del Gobierno con el argumento de procurar “la felicidad de la Nación”, aunque ya sabemos que para ser felices –e ineficaces– no basta uno, sino diecisiete.
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