La eterna discusión política sobre el modelo territorial de España, que la Constitución formuló de manera voluntariamente difusa, evitando así poner límites a una innovación autonómica planteada como una suerte de navegación de exploración, esconde una verdad incómoda: la descentralización del Estado en favor de las instituciones regionales puede consumarse sobre el papel –en los estatutos de autogobierno– e incumplirse, de facto, en el ámbito económico.
Si algo demuestran las cuatro últimas décadas, además de que las cesiones de poder no son tareas nada pacíficas, es que, al contrario de lo que creía la clase política de la Transición, la autonomía política no se traduce de forma exacta y mecánica en un mayor progreso social. Andalucía, que accedió a un autogobierno de primer nivel, igual que el resto de las comunidades históricas, ejemplifica mejor que nadie este mentís generacional y muestra cómo la España oficial continúa enredada en muchos de los espejismos de los años ochenta, que reverberan con ímpetu tras articularse la aritmética parlamentaria de la reciente investidura. La coalición PSOE-Sumar, junto a sus socios en el Congreso, dirige a la nave España hacia un océano desconocido e incierto. Unos lo llaman el mar plurinacional. Otros hablan del civilizado lago del federalismo. En Euskadi y Catalunya los partidos nacionalistas agitan con obstinación la tempestad recurrente de la independencia bajo el conjuro del derecho a decidir.
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