Estar parado, además de ser una desgracia, se ha convertido en un estigma. Que a uno lo despidan carga toda la responsabilidad de la situación en la víctima, en lugar de hacerlo sobre el verdugo. Perdónenme la crudeza, pero una resolución de contrato –como llaman los abogados de empresa a un despido– viene a ser como un funeral: hay un muerto (tú), un verdugo que, como en las películas de Berlanga, dice que lo siente mucho pero es su oficio, y un largo duelo que abarca a los familiares y a los amigos (que a partir de entonces te queden).
Lo peor no es morirse, sino tener que explicarlo durante meses. En todo despido también se forma, casi misteriosamente, un amplio círculo de silencio formado por aquellos que ven en tu deceso laboral una fatal desgracia de la que –creen– ellos están temporalmente a salvo, al igual que uno piensa, hasta que le llega el día en cuestión, que la muerte siempre es aquello que le ocurre a los otros. No hay nada más absurdo. Todos somos mortales. Y esta crisis va a trastocar por completo las relaciones laborales estables, convirtiéndolas en azarosas. No es una mera cuestión de descenso de sueldo. Se trata del desmantelamiento completo de la red de supervivencia que, ante una tempestad, permitía sobrevivir.
Se acabaron las tonterías. Ahora te lanzan al mar sin flotador y con un agujero en el costado. No te servirá de nada saber nadar. Todo está diseñado para que te hundas y termines dándole la razón a los que contemplan la economía como una disciplina avanzada del darwinismo decimonónico: sólo sobrevivirán los más fuertes. Lo llamativo es que constatar todo esto a algunos les produce cierto escándalo. La verdad siempre genera problemas, sobre todo cuando tiene la capacidad de quitar la careta de santos a los miserables. Especialmente a aquellos que practican la doble moral de decir una cosa y hacer la contraria.
El Gobierno lleva toda la legislatura entonando su honda preocupación por el creciente número de parados –seis millones– y diciendo que su prioridad política pasa por recuperar cuanto antes el empleo. En simultáneo ha hecho una reforma laboral que es como la célebre epidemia de peste en la Sevilla del Siglo de Oro, que diezmó a la capital española de las Américas: un viento asesino está expulsando de las empresas, aquellos entes mercantiles que tenían cierta responsabilidad social, a cualquier trabajador que no sea un aprendiz o haya decidido convertirse en un esclavo (físico o mental).
Hasta ahora se podía más o menos convivir con este cinismo. Pero esta semana la vicepresidenta del Gobierno ha rebasado las líneas rojas: ha acusado a medio millón de parados de cometer fraude por cobrar la prestación de desempleo y, al mismo tiempo, trabajar ilegalmente. Los servicios oficiales de empleo la han desmentido: apenas se han registrado 60.000 casos de supuesto fraude, el 1% del total de parados. Da igual, por supuesto. La única salida digna que le queda a un político que miente en una cuestión tan grave como ésta es la dimisión. Santamaría no se va a ir –a menos que la echemos a la hora de votar– ni piensa tampoco disculparse: su andanada contra los desempleados es el principio de una campaña, que el año que viene tendrá forma legal, para exterminar a todos aquellos parados que, una vez despedidos, están agarrados al paro para poder subsistir.
El Ejecutivo de Rajoy, siguiendo las directrices de la troika, prepara cambios en la regulación legal de las prestaciones con el fin de pagar menos a los desempleados. Hay quien cree que esto obligará los parados a buscar trabajo de forma más activa. Se ve que ninguno de ellos ha pasado nunca por el Inem: lo único que hará es hundir las esperanzas de quienes forman las listas del desempleo. Trabajo no hay ni lo va a haber. El Gobierno juega al paternalismo y mete miedo. Lo más divertido, por llamarlo de alguna forma, es la acusación de cobrar en B. Viniendo de la vicepresidenta del partido que está procesado en la Audiencia Nacional por cobrar comisiones de constructores por adjudicar obras, llevar una doble contabilidad y, por supuesto, repartir comisiones en dinero B, no deja de ser paradójico.
Es todo un ejemplo de coherencia. Al PP parece no causarle contradicción alguna esta situación. Es la prueba de que su noción de la verdad hace tiempo que se fue por el desagüe. En realidad, todo es una impostura: a los parados no les paga el Gobierno, se pagan ellos a sí mismos. Las prestaciones son una mínima parte del dinero cotizado durante lustros, en ocasiones incluso con cotizaciones dobles. No es el parado quien roba al Estado, sino el Estado quien roba al ciudadano –con la ley en la mano, por supuesto– y le obliga a pagar un impuesto revolucionario –la cuotas a la Seguridad Social– si quiere trabajar y, en teoría, disfrutar de servicios que ni siquiera usa todos los días. Que la sanidad y la educación son públicas y gratuitas en España es una ficción: son universales, pero su coste lo pagamos todos. Incluidos los parados que, además, deben volver a cotizar si cobran una prestación. Algo que nadie en su sano juicio puede explicar y seguir llamándose a sí mismo, como hacen tantos políticos conservadores, liberal.
Luis Rull (@luisrull) dice
Un detalle: La dualización del mercado laboral lleva muchos años. Hace un par de décadas que hay determinado tipo de profesiones que funcionan así al 100% y otras que han ido transformádose así. No es un producto de la actual crisis, según creo recordar de mis años de estudios, allá por el pleistoceno, en los 90.