Todos éramos más jóvenes y, probablemente, mejores. Tendemos a adjudicarle al tiempo la capacidad de convertirnos en personas más sabias –hasta el demonio, según el refrán, ejerce el doctorado que otorga el triunfo (pasajero) de resistir la dictadura del calendario– pero, cuando lo consigue, se debe a la pedagogía del desengaño, más intensa cuanto más años se han perdido por el camino. Hace cuatro decenios que Adolfo Suárez, aquel chusquero de la política, según su propia definición, dimitió como presidente del Gobierno tras cinco años en los que fue elegido democráticamente dos veces y una tercera –la previa– por el dedazo del emérito, reverso –cada vez más tenebroso– de una Transición cuyos actores destacados nunca imaginaron que en 2014, cuando el tiempo finalmente lo alcanzó, verían a España rendir un homenaje público a un político que fue jefe del Movimiento Nacional. Pensándolo desde el presente, en una España polarizada, destrozada por la pandemia, ignorante de sí misma, no se nos ocurre un cuento más asombroso. Quizás fue el instante del último consenso de Estado. Un final de siglo.
Los Aguafuertes en Crónica Global.
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