Todas las espirales de la política española conducen, antes o después, al mismo sitio: el vasto territorio del desengaño. A un estado de ánimo que en su día, cuando el socialismo alcanzó el poder a comienzos de los años 80, se bautizó con el hermoso nombre de desencanto. El significado es similar, pero el sentido es divergente. La analogía, sin duda, tiene base histórica –todo lo que nos sucede a nosotros ya le pasó antes a otros– pero es imperfecta: la melancolía provocada por la realpolitik del felipismo, que ejerció una suerte de teología cuya ortodoxia sirvió para sustentar la cúspide del sistema del 78 –con el turnismo propio del bipartidismo, avalado por una monarquía intocable y un relativismo panteísta– no equivale al estado de postración anímica del presente. No sólo por la pandemia y sus efectos mortales y económicos, sin comparación en la historia reciente, sino porque, a diferencia de entonces, ya no existe ninguna pauta moral a la que traicionar. Saltó por los aires.
Los Aguafuertes en Crónica Global.
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