El día que Pere Aragonès, presidente de la Generalitat y candidato por ERC a la reelección en las inminentes elecciones catalanas del 12 de mayo, dejó caer (en Madrid) que el próximo anhelo de los independentistas catalanes es disponer de un cupo similar al que existe en el País Vasco y en Navarra que no tenga ningún límite –ambos reconocidos en la Constitución por supuestos derechos históricos–, Juan Manuel Moreno Bonilla, el presidente de Andalucía, estaba en Roma, en la antesala del Vaticano, esperando ser recibido por el Papa. El líder del PP andaluz había viajado a Italia a pedirle al Pontífice que rezase e intermediase ante Dios contra la sequía –la embajada tuvo éxito: esta Semana Santa no ha dejado de llover en Sevilla– y se encontró con un órdago en toda regla: “Yo no voy a decirle a los ciudadanos de Andalucía qué financiación necesitan. Que defiendan sus intereses siempre, pero no voy a aceptar que ellos limiten a su vez el sistema de financiación que Cataluña necesita”. Aragonès no se refería esta vez a Madrid, con quien las instituciones de Catalunya mantienen un pulso secular, sino a la gran autonomía del Sur. ¿Por qué?
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