La leyenda dice que La Habana es una ciudad de piratas, mulatas y son. La obra maestra de una España de ultramar que seguimos evocando desde 1898. Un pretérito hermoso y sublime. De La Habana se dicen demasiadas cosas. Ocurre con otras muchas ciudades: Roma, París, Berlín, Buenos Aires o Praga. Son sitios reales, pero también –sobre todo– forman parte del territorio ideal de la literatura. Espacios librescos, espirituales y carnales. Todoal mismo tiempo. La preeminencia de una cosa u otra dependerá de los gustos del viajero. Casi todas estas ciudades han superado la trascendencia de lo aparente para convertirse en mitos gracias a los libros, preferentemente aquellos que pertenecen al género evocativo. Por eso cuando uno se enfrenta a ellas siempre corre el riesgo de sentir una decepción.
Antes de partir hacia sus paisajes conviene relativizar los comentarios que circulan sobre ellas y, por supuesto, seleccionar bien los libros que nos van a acompañar en el viaje para que, en vez de vivir un choque entre la realidad y la ficción, la primera evoque la segunda. La gran virtud de los libros sobre las ciudades literarias –dejamos de lado las guías, que se limitan al aspecto pragmático del viaje– es que su visión sobre un sitio suele ser parcial, incompleta, fragmentaria. Por eso son ideales para que cada uno fabrique –a su medida– su propia perspectiva. En algunos de los libros de viajes urbanos, se percibe demasiado el afán del narrador por deslumbrar al lector, una costumbre que no es que esté mal, pero, como casi todo, en exceso fatiga. La sinceridad negativa, a la hora de viajar, es mejor que los elogios.
Esa parcialidad, saber decir las cosas sin otro fin más que relatarlas, la encontramos en los artículos periodísticos y literarios sobre la Perla del Caribe publicados por la editorial Verbum y cuyo autor es José Lezama Lima. Poeta, gastrónomo, fumador perpetuo de habanos, contemplador de la existencia cotidiana desde una esquina fresca, hombre con bigotillo fino; en apariencia, un funcionario que escribía poesía desde la mesa de una taberna. Lezama, cuya casa todavía puede visitarse junto al Paseo del Prado, humilde, triste y venida a menos, nos habla de la ciudad de los años 50. En estos textos el poeta cubano recrea una ciudad menor, con un evanescente fondo difuminado, pero grandiosa en su estricta medida, donde cada uno puede estirar la vida, suceden las cosas esenciales, llegan los amaneceres, después anochece, los atardeceres se presentan tras un aguacero y el teatro de la vida se ordena con conciertos, planes estatales, universidades, comidas, paseos y los hábitos del buen flâneur urbano. Aunque sea pobre.
Lezama tenía fama de barroco. Como poeta, a muchos les resulta hermético. Como cronista de su propia ciudad usa una prosa preciosista, que se lee con regocijo, y donde el ritmo de las frases a veces se detiene en una erudición que es una señal de distinción. El libro del poeta recrea La Habana, la glosa, la explica, convirtiéndola en un fluir temporal. Construye así una extraordinaria creación verbal, un engranaje de escenas que sugieren sin enunciar. Lezama decía que en su vida, menos robar y matar, había hecho de todo. Su mundo era terrestre, muy lejano a la épica que, años después, convertiría a Cuba en un parque revolucionario. La mayoría de estos escritos los compuso entre 1949 y 1950, nueve años antes de la triunfal entrada de los barbudos en la capital cubana.
La ciudad todavía no era propiamente una urbe. A través de su prosa puede pasearse, vivirse, recorrerse. Es la vieja ciudad constreñida a las fronteras imaginarias de La Habana histórica, un espacio donde uno aún puede percibir las raíces invisibles que nos atan a los verdaderos paisajes físicos o sentimentales. Ninguno de sus artículos tiene una gota de publicidad. Lezama no dice nada que interese al turista. En cambio, para el viajero, suministra el glosario de sensaciones necesario para poder evocar, a veces sobre un territorio devastado por el paso de los días, un tiempo mítico que se fue para siempre.
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía
[14 junio 1996]
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