Detrás de cualquier rebelde –tenga o no una causa que lo ampare– siempre habita un místico. Y viceversa: los espíritus realmente libres que en algún momento han viajado al territorio del De Profundis, como diría Oscar Wilde, emulando el célebre salmo bíblico, acostumbran a tomar distancia de los hábitos, costumbres y valores de la mayoría del rebaño. Es ley de vida: aceptar la mayor sin ejercer la crítica implica renunciar a pensar. Y esto, en cierto sentido, es equivalente a suicidarse en vida. Si algo caracterizó a la contracultura norteamericana de mediados del pasado siglo fue justo lo contrario: el superlativo, vehemente y salvaje sentimiento de vivir las experiencias que, igual que un libro abierto, ofrece la existencia. En contra de la etiqueta que la sociedad de orden –hablamos de la Norteamérica de los años cuarenta y cincuenta– adjudicó a los jóvenes bohemios que esos años se salieron de la fila que conducía al materialismo consumista y a la decentísima (o quizás no tanto) vida de familia, que los consideraba delincuentes y violentos, los beatniks, soldados de sí mismos, fascinados con llevar la contraria, predicaban (y practicaban) una forma de religiosidad que, aunque se inspiró en las primitivas creencias orientales (el budismo, la cultura zen), era sustancialmente profana.
Las Disidencias en #LetraGlobal.
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