Vivimos en un simulacro de democracia cuya principal característica es que no dejamos nunca de votar. Parece una contradicción en sus propios términos pero, en el fondo, es una descripción exacta. Votamos mucho, quizás demasiado, pero muy rara vez elegimos lo que deseamos. La impostura de nuestra vida pública cobra todo su sentido si reparamos en que sólo se nos permite opinar sobre una política y la opuesta, jamás acerca del asunto sobre el que conviene pronunciarnos. Los ciudadanos eligen, no deciden. La agenda nos llega predeterminada, igual que los móviles que nos espían. Podemos seleccionar a unos candidatos o a sus antagonistas para el espectáculo de los gladiadores del Circus Maximus. Nunca se contempla la posibilidad –el sistema electoral directamente la desprecia– de no votar a ninguno, o hacerlo por opciones divergentes dependiendo de cuál sea cada asunto. La opinión de los disidentes –los abstencionistas o los votantes en blanco– jamás se traduce en escaños.
Los Aguafuertes en Crónica Global.
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