Resulta enternecedor, por no decir asombroso, el tránsito de Yolanda Díaz, la vicepresidenta segunda del gobierno, desde la irrelevancia pública –sus inicios en la política municipal, las aspiraciones de mando en el tablero gallego– hasta una cumbre (institucional) obtenida por una decisión digital de Pablo Iglesias, antes de que Podemos y sus sucesivas mutaciones empezara a inmolarse en la hoguera de su frustración. La política gallega, abogada laboralista, ayudada por el factor femenino –que ahora se considera un mérito de partida, igual que antes se entendía justo en sentido contrario– y el efecto de la novedad, atrajo desde el principio la atención mediática, sin que dicho protagonismo obedeciera a logros de gestión. Antes de aprobar la última reforma laboral, que deja sin tocar el precio del despido a cambio de considerar como indefinidos los contratos discontinuos, susceptibles de ser extinguidos sin demasiados problemas, Díaz ya era vista como un peso fuerte en un gobierno de coalición surgido de la debilidad mutua entre el PSOE y Unidas Podemos tras las elecciones generales de 2019.
Los Aguafuertes en Crónica Global.
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