La Historia de la Filosofía es como una cuerda. Rugosa por fuera y firme por dentro. Extensa, asombrosamente robusta y llena de nudos. Si uno intenta recorrerla intentando encontrar un bálsamo ante las incertidumbres de la existencia –las grandes preguntas, las inseguras respuestas– se topará con una inmensa decepción: una cordada puede salvarte la vida si caes desde la cima de una montaña, pero te quemará la piel con su violento roce, creando un surco de carne quemada en tu cuerpo que será la señal de tu segundo nacimiento. Éste es el impacto que provocan los grandes pensadores, que no son mayúsculos por sus estatuas, sino porque las enseñanzas y las dudas que transmiten en sus libros, la incertidumbre a cuyo amparo fueron creando su particular galería de certezas, son iguales a las tuyas. Cosas de todos. Un buen filósofo es un faro: identifica encrucijadas, construye conceptos que nos permiten entender el caos y caminar en la oscuridad y te ayuda a pisar sobre un terreno previamente hollado sin necesidad de replicarlo, a tu aire. Entre estos nombres insignes del cabotaje intelectual, sin duda, está Isaiah Berlin.
Las Disidencias en #LetraGlobal.
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