Aldo Rossi, el arquitecto italiano, padre espiritual de una larga generación de arquitectos sevillanos, dice en su famoso ensayo sobre la ciudad: “Un monumento es un hecho urbano singular que cobra sentido cuando se le opone otro hecho urbano”. Se trata de una vindicación del contraste, la verdadera raíz de la ciudad moderna. La urbe vista como agregación impura. En Sevilla, a pesar de contar con monumentos de etapas históricas distintas que permitirían un sinfín de recorridos urbanos basados justamente en esta idea de la sucesión, que en realidad es la clave oculta del urbanismo sevillano, rara vez, si no es por casualidad, nos encontramos con esquinas donde lo moderno pueda convivir sin disonancias con lo antiguo, donde lo clásico (y sus variantes) cohabiten con lo contemporáneo.
La ciudad oficial es alérgica a la modernidad, entendida ésta como el proceso de alteración y cambio hacia lo nuevo. Hace unos días se ha inaugurado junto a la Catedral una colección de esculturas de Henry Moore, el artista británico. Un hecho que supone una ocasión, aunque sea perecedera, para experimentar por un rato el espejismo de que somos una ciudad civilizada. Y, de paso, reparar en el inmenso potencial que estamos tirando por el desagüe por falta de suficiente sensibilidad cultural. Las obras de Moore, que son una cesión de La Caixa, están expuestas en la Plaza de Triunfo, el mejor cahíz de tierra del mundo, como decían nuestros ancestros del también efímero Renacimiento sevillano.
Hechas en bronce, son de estilo abstracto y representan diversas escenas femeninas. El alcalde las miraba el otro día, durante la inauguración de la exposición a cielo abierto, con ciertos reparos, no sé si morales o estéticos. Es normal: es un hombre que lee la Biblia y en las sagradas escrituras las curvas femeninas están proscritas. Tampoco resulta raro viniendo de alguien que es capaz de cambiar las farolas y los bancos de una plaza –a costa nuestra– para satisfacer a sus habituales costumbristas de guardia. La presencia de las hermosas abstracciones el escultor británico nos ayudan, aunque sea de forma coyuntural, a fingir que no somos una ciudad indígena, que es nuestro estado natural.
La utilización de estatuas en los espacios urbanos es una herencia de griegos y romanos que ha permanecido viva a lo largo de la historia. Un ritual que respetan todas las sociedades cultas, que contemplan la ciudad no sólo como un sitio de trasiego, sino como un espacio de estancia –el hogar común– que puede convertirse en una obra de arte en sí mismo. Siempre he pensado que los pueblos que no cuidan sus espacios públicos son los nuevos bárbaros, al contrario de lo que la geografía histórica nos había enseñado.
En Europa los países nórdicos aprendieron esta lección: sus calles están cuidadas, llenas de jardines, urbanizadas a la perfección e integran deslumbrantes muestras de patrimonio, desde el histórico al industrial. Los ayuntamientos nórdicos llenan las plazas de sus ciudades de esculturas para hacer sentir a los ciudadanos, a través de la presencia estos objetos artísticos, que los enclaves públicos son la esencia de lo urbano. La ciudad como el museo que todos habitamos. En el Sur, en cambio, renunciamos a esta costumbre, que deberíamos haber conservado por herencia meridional. Con esto nos pasó como con el latín: las mejores traducciones de los textos clásicos son alemanas, no latinas. No se nota nada que fuimos una urbe romana.
El famoso sentido escénico sevillano sólo late, y a medias, en las procesiones. En todo lo demás ha desaparecido. En Sevilla, en realidad, vivimos una extraña posmodernidad: nada de lo que le ocurra a la ciudad nos importa mucho porque no sabemos distinguir –cual necios– el valor y el precio de las cosas. La jerarquía estética se ha esfumado. El sentido de la proporción, tan cantado por los guardianes de las costumbres patrias, no se percibe por ningún sitio. ¿Existió realmente o es una invención de la sevillanía militante?
La contemporaneidad fomenta la convivencia artística y la mezcla de influencias. Las esculturas de Moore van a enriquecer la habitual estampa de los principales monumentos sevillanos, cuya visión tenemos desgastada por la insistencia. Sólo por eso ya es una buena noticia. Cualquiera que haya viajado sabe que éste es uno de los rasgos de las ciudades históricas que han sabido adaptarse a los tiempos sin dejar de ser ellas: conservan lo antiguo sin renunciar a lo nuevo. Aprendieron a tiempo que lo moderno revaloriza lo clásico y viceversa. En Sevilla todavía no lo hemos entendido. No nos emociona la arquitectura contemporánea, que si es buena dota de mayor significado a la antigua, ni concebimos las plazas como monumentos a la convivencia, sino como atrios para la representación. Sevilla está llena de estatuas dedicadas a papas, toreros y folclóricas. Poco sutiles, obvias, figurativas. Ninguna de ellas transmitirá nunca la fascinación que provocan las mujeres abstractas de Moore tumbadas junto a la Giralda.
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