“No hay dinero en la poesía, pero tampoco hay poesía en el dinero”. Robert Graves, el escritor británico, que está enterrado con una corona de arbustos bajo una sencilla lápida de barro en Deià (Baleares), una de las regiones con mayor renta de España, creía que esta doble ausencia –del oro en lírica y del lirismo en los negocios– protege a la primera de la corrupción que, al igual que la tradición del canto, acompaña el acontecer humano desde el origen del mundo. Elegir convertirse en poeta tiene un precio: debe profesarse la pobreza con dignidad. Graves lo sabía de primera mano porque fueron sus novelas históricas –sobre todo Yo, Claudio– las que le ayudaron a cobrar derechos de autor; sus poemas y su gran ensayo –La diosa blanca–, dedicado a la Musa, eran editorialmente menos rentables, aunque elevaran su espíritu.
Algo similar sucede en la guerra (perpetua) de la financiación autonómica, que Moncloa acaba de resucitar, en paralelo a las negociaciones para intentar investir como presidente a Pedro Sánchez, después de más de un lustro negándose a tratarla, a pesar de que el sistema regional de reparto de fondos lleva caducado hace casi un decenio. Todas las partes afectadas simulan hablar en verso –apelan a la España plural, a la identidad, a la singularidad, a la lengua propia– pero el fondo de la discusión es absolutamente prosaico.¿Cuánto y a cambio de qué? Un discurso idéntico al parlamento de un tratante de ganado.
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