El liberalismo, en contra de lo que sostiene la historiografía anglosajona y algunos eruditos a la violeta, es una invención inequívocamente española. Entre otras muchas razones porque su fortuna, precisamente en España, ha sido menor y más hostil que en otras partes del mundo. El liberalismo ibérico, cuyos antecedentes proceden de la herencia ideológica de los escolásticos de la Salamanca del Siglo de Oro, es una flor extraña y efímera en una nación que lleva siglos preguntándose qué es y cuya política está polarizada por esta falsa incógnita. La lógica de los opuestos, único argumento de nuestra vida pública, es la razón capital de que el liberalismo sea nuestra mayor innovación política. En un país de pasado estamental, dividido por la institución de los primitivos señoríos, eminentemente agrario, dominado por una aristocracia que consideraba vergonzoso el trabajo –los grandes señores se caracterizaban por vivir de las rentas (ajenas)– y un clero dogmático y oscurantista, parece no sólo pertinente, sino hasta un hecho natural que, en un instante dado de la Historia, germine una suerte de antítesis de esta tradición bajo la forma un liberalismo (relativo) que, no obstante, en su contexto enuncia la posibilidad de una España distinta y una Hispanidad diferente.
Las Disidencias en #LetraGlobal.
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