Una de las prácticas políticas más antiguas que existen consiste en disfrazar la realidad, atenuándola o exacerbándola, mediante las artes del lenguaje. La oratoria, ciencia aplicada de la retórica, es el origen de esta tradición que busca seducir, persuadir o convencer a través de las palabras. Por desgracia, es una disciplina que ya no se practica ni en los colegios ni en la vida pública, donde escuchar un buen discurso –con argumentos– se ha convertido en una anomalía exótica. Lo que ahora se llevan son los argumentarios (comerciales) para las mentes simples y las neolenguas que practican las sectas de lo políticamente correcto. Los políticos, como es sabido, mienten en todas las variantes posibles: faltan a la verdad, la enuncian a medias o sencillamente la evitan, según conveniencia. Por eso resulta vital, si uno quiere ser un ciudadano digno de tal nombre, cuestionarse los términos con los que desde el poder nos bombardean a diario. El nuevo Gobierno, nacido de un acuerdo indeseado por sus propios protagonistas, pero que ha terminado imponiéndose ante la debilidad de todos, se define como “progresista”. En realidad, es un Ejecutivo liberal porque, como ya demostrara Pessoa en El banquero anarquista, la mejor forma de ejercer de ácrata es tener dinero. No hablamos, por supuesto, de liberalismo económico –con Montero al frente de Hacienda la ecuación siempre es la misma: más impuestos y peores servicios públicos–, sino de apertura mental.
Los Aguafuertes en Crónica Global.
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