El delirio soberanista tiene dos rasgos básicos. En primer lugar goza del poder –por fortuna pasajero– de que sus creyentes más entusiastas consideren que tienen el derecho a que sus autoficciones se conviertan en una realidad colectiva con rango jurídico. En segundo lugar su método operativo –la ensoñación– se basa en una inquietante sentimentalidad, que no es lo mismo que la sensibilidad, cuyo término suele concretarse en un recurrente interés patrimonial. Así, el cuento de la identidad diferencial –tan vaporoso– termina en el registro de la propiedad en una carambola conceptual increíble. Lo vimos en los célebres cuadernos de Jové, donde la discusión sobre la pertenencia al pueblo elegido se substanciaba –igual que en el ritual de la misa católica– en el control de capitales, la creación de tributos patrióticos y una extensa lista de bienes confiscables en beneficio de la causa. Siempre es igual: quien empieza apelando al corazón termina metiéndote la mano en el bolsillo.
Los Aguafuertes del lunes en Crónica Global.
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