Una de las patologías indígenas más intensas es el síndrome de la pandilla. Dícese de ese mal, tan frecuente entre algunos sevillanos, para los que el cuerpo familiar y núcleo de seres afines es una unidad de destino en lo universal, la forma suprema de articulación de intereses. En la República Meridional, desde los entierros a las cruzadas, pasando por las bodas, los bautizos, las comuniones, los quinarios, las funciones principales de instituto o hechos tan vulgares como pedir cita en el médico o ir un abogado, todo procura hacerse en comandita; gracias a los célebres contactos, que es una forma de autoafirmación tan divertida como insegura. Lo de menos es que estos consorcios (de intereses) tengan cohesión interna: los miembros de una pandilla de sevillanos, partidarios de cualquier cosa que les sirva para lucir sus aspiraciones de vanidad, pasarán por alto las cuestiones éticas y los argumentos racionales si ven que sus empresas cuentan con el sustento de la tribu. Esto explica muchos de los elementos cruzados que concurren en la interminable guerra de las Atarazanas, un conflicto donde lo que se dirime es una batalla –a muerte– entre los intereses de la tribu y el talento individual.
El auto del juzgado nº9 que esta semana ha anulado de forma cautelar la licencia para rehabilitar los antiguos astilleros de Sevilla obvia esta cuestión, por supuesto, que es sociológica más que jurídica. Sin embargo, en su presentación pública, y en su forma de difusión, palpita el grave orgullo de la horda meridional, tan caro a quienes se consideran triunfantes por lograr un auto judicial circunstancialmente favorable a sus intereses, que distan de ser los de todos y, mucho menos, los de la ciudad en su conjunto. Aquí pueden los interesados empezar a brindar, que no le vamos a quitar la alegría (ya veremos si efímera) de considerarse campeones a la manera de David contra Goliath, su pasaje favorito de la Biblia. Sucede, no obstante, que lo que han ganado –si es que han ganado– es una batalla, no la guerra. Y que la autoficción de las epopeyas antiguas tienen poco que ver con la realidad de los tiempos modernos. Quienes se nos presentan estos días a sí mismos como los valerosos héroes que han salvado a Sevilla exigen –a aquellos que pensamos que el proyecto de rehabilitación de las Atarazanas es bueno para la ciudad– que los contemplemos desde abajo, igual que los siervos de la gleba.
No les daremos el gusto, por supuesto. La modernidad, que en realidad es una cosa muy antigua, anuló hace siglos esta lectura jerárquica de los triunfos, que es la que algunos ansían imponernos, entre infamias y dogmatismos, para sustituirla por otra óptica: si se mira a los supuestos héroes desde su nivel, bajándolos del caballo, aparece el hombre (con sus miserias); y si los contemplamos desde arriba, los prohombres –sean indígenas o bíblicos, municipales o universales– se vuelven marionetas. Cada uno es libre de elegir su propio punto de vista. El nuestro, eso es indudable, nunca coincidirá con el suyo. Lo decimos con una sonrisa. Desde aquí, con la libertad que nos censura la cofradía de los salvadores de Sevilla, título propio que otorgan en su academia particular de sevillanía, vamos a analizar la saga/fuga de las Atarazanas, que dura ya casi un lustro.
El auto judicial. La victoria que cantan los conservacionistas y sus heraldos es coyuntural y parcial, pero indudablemente cierta. El fallo judicial es recurrible si las administraciones públicas, cuyo papel en este asunto deja bastante que desear, o la promotora oficial de la intervención –la Caixa–, deciden hacer algo, aunque sea in extremis. Existen serias dudas al respecto, porque hasta ahora han dejado el sendero libre a los conservacionistas, en un esfumato ilustrativo de cuáles son sus prioridades. El tiempo de ponerse de perfil se acaba: tienen quince días para recurrir. Transcurrido este tiempo, veremos si las Atarazanas tienen futuro o quedan de nuevo varadas como un barco muerto en la orilla dominada por la tribu indígena, que si bien carece de título jurídico sobre el bien en disputa y también de recursos suficientes para llevar adelante lo que denominan “su sueño”, puede terminar condenando a la ruina perpetua a los antiguos astilleros. Desde Goya ya sabemos en qué terminan algunos sueños.
El magistrado Francisco Pleite, al suspender la licencia concedida por Urbanismo para rehabilitar las Atarazanas, deja a la Caixa sin el aval necesario para comenzar su ejecución, aunque no anula ni el nihil obstat patrimonial –concedido por la Comisión de Patrimonio– ni tampoco el proyecto del arquitecto. No se pongan nerviosos, queridos indígenas. Todavía hay tiempo. Dado que las obras no habían empezado, la ficha sigue estando donde estaba: en la casilla de salida. La decisión judicial, en consonancia con la jurisprudencia, pretende evitar que, en caso de que se produzca una sentencia contraria al proyecto, su aplicación devenga imposible. El juez, como reseña él mismo (punto 2 del auto), no debe entrar en esta fase de la instrucción a valorar ni el proyecto arquitectónico (cosa que el magistrado admite que no puede hacer) ni la legalidad del mismo, que es el asunto de fondo del litigio. Por tanto, cualquier interpretación interesada sobre estas dos cuestiones es, como mínimo, prematura.
Los argumentos del juez. La singularidad del auto, cuya vigencia es efectiva mientras no se pronuncie la misma instancia judicial o un tribunal superior, consiste en los argumentos a los que el magistrado recurre para poder explicar su decisión. El juez podría haberse limitado a invocar la naturaleza cautelar de la suspensión de la licencia, asunto al que, de hecho, dedica parte de los fundamentos de derecho. Si se hubiera circunscrito a este protocolo su decisión sería impecable. Sin embargo, da la impresión de que la cuestión formal le pareció un argumento insuficientemente sólido para suspender la licencia, que es un acto reglado y que viene obligado, como ha establecido el Tribunal Supremo, por la legislación vigente si se cumplen –como ocurre en este caso– todos los requisitos administrativos.
Probablemente por inseguridad, el magistrado recurre a una serie de afirmaciones –innecesarias en esta fase procesal– que sí entran en el fondo del litigio y, por tanto, adelantan una opinión que, sorprendentemente, el propio juez dice no estar tomando. Huelga decir que son los párrafos que los conservacionistas han difundido para presentar el auto como una victoria de sus tesis. ¿Cuáles son estas consideraciones? Esencialmente dos: la idea de que la estructura del proyecto arquitectónico daña los arcos de las Atarazanas y el hipotético quebranto arqueológico que provocaría el sistema de consolidación estructural. Ambos asuntos son enunciados por el juez en el auto judicial de forma contradictoria en sus propios términos: por un lado, el juez afirma que no es competencia suya valorar el proyecto arquitectónico (pero a continuación lo valora asumiendo una parte de los argumentos de los conservacionistas) y, además, también presupone (sin deber hacerlo ahora, según sus propias palabras) que la estructura para consolidar el edificio, cuya protección no se limita a la arquería, sino que es integral, causaría un daño irreparable a la arqueología de las Atarazanas. Ninguno de ambos temas tienen nada que ver con la legalidad del proyecto, que es el fondo real del contencioso. Asombrosamente, el magistrado toma partido sin pronunciarse sobre la legalidad de las intervenciones, que es la cuestión de su competencia. Como mínimo, resulta llamativo.
La arqueología inexistente. El primer asunto –la hipotética afección negativa de la estructura de consolidación prevista para el edificio– fue analizado en su momento por la Comisión de Patrimonio, cuya resolución, hasta ahora, no ha sido anulada por el juez. Es la segunda incoherencia argumental del auto: si el magistrado estima que este aspecto del proyecto implica un daño tendría que haber entrado en el fondo de la cuestión y dejar sin efecto también el aval de la comisión de Patrimonio. Otra opción era no haberse metido en este jardín. El juez opta por una vía intermedia: no anular la autorización patrimonial –sólo suspende la licencia– pero cuestionando sus términos. Esto es: entrando en su fondo.
El segundo asunto –el daño arqueológico– es todavía mucho más sorprendente. El auto, sobrepasando la fase cautelar del contencioso, presupone que instalar el sistema de consolidación estructural previsto por el arquitecto afectaría (en condicional) a los restos arqueológicos. ¿Cómo sabe el juez que en los sedimentos o rellenos de las Atarazanas existen restos? Esto queda como un misterio sin respuesta. Sobre todo porque el magistrado no ha aceptado la petición de la Junta para que testifique Fernando Amores, el arqueólogo responsable los únicos trabajos de investigación en las Atarazanas. Los conservacionistas se niegan a que su testimonio forme parte de la causa. No quieren que se oiga a alguien que no les da la razón. Los trabajos arqueológicos realizados hasta la fecha en las Atarazanas ya han situado los restos de las antiguas pescaderías y los almacenes portuarios del edificio. La nueva estructura de consolidación propuesta por el proyecto arquitectónico no los toca.
Con independencia de esta cuestión, existe otra anomalía desde el punto de vista argumental: si el juez cree que no puede cimentarse en ningún caso sobre los sedimentos de las Atarazanas dado a su valor arqueológico –una suposición personal, porque este dato no ha sido corroborado por ningún científico– tampoco podría hacerse nunca realidad la aspiración de los conservacionistas, que quieren retirar por completo estos sedimentos para recuperar la primitiva cota del edificio naval. Conclusión: la cota de las Atarazanas debería quedarse como está en estos momentos. Ésa es justo la propuesta del arquitecto, censurada por los conservacionistas que han presentado el contencioso.
Las Administraciones. El papel en esta guerra de la Junta, responsable de las cautelas patrimoniales y propietaria de los astilleros, y del Ayuntamiento, competente sobre la licencia urbanística, es llamativo. Especialmente por su falta de iniciativa para defender sus propias decisiones y a sus técnicos. La Junta concedió en su momento el permiso patrimonial, que es la garantía jurídica del respeto de la intervención a la normativa. Acto seguido el Ayuntamiento dio la licencia, que autorizaba a la Caixa para comenzar la rehabilitación –cosa que no ha hecho– y que ahora está suspendida. Se trata en ambos casos de decisiones de índole técnica, no políticas. Los permisos para rehabilitar las Atarazanas tienen los informes necesarios. Sin embargo, ni Urbanismo ni la Junta han mostrado excesivo interés, ni en manifestaciones públicas ni en sede judicial, en explicar sus decisiones, llegando incluso a dudar del buen hacer de sus funcionarios, que en repetidos informes han garantizado que la intervención no supone ningún incremento en la edificabilidad del edificio, lo que haría necesario un Plan Especial. La única causa de esta actitud es el miedo a que un posible revés judicial del caso tenga consecuencias políticas.
Los motivos de la tibieza institucional ante el dictamen de sus propios funcionarios, garantes del interés general, fueron incluso objeto de reprobación en su momento por parte de la Secretaría del Ayuntamiento, que alertó a los concejales del gobierno local de que era asombroso pedir informes a los técnicos municipales para que se pronunciaran sobre aspectos sobre los que ya habían emitido dictámenes previos. El marco escénico, lleno de silencios, no deja lugar a dudas. Juan Espadas comenzó su mandato como alcalde –cuando la guerra de las Atarazanas aún no se había iniciado– diciendo que su rehabilitación sería uno de los proyectos claves de su era. Desde entonces ha evitado pronunciarse sobre esta cuestión a pesar de tener documentación para defender la concesión de la licencia. Otro tanto ha sucedido con la Junta: tras hacer suyo el informe de la Comisión de Patrimonio, la Junta ha dejado este asunto fuera de la agenda de la consejera de Cultura, que evita hablar sobre la cuestión.
El resultado es un sainete: Cultura y el Ayuntamiento son los competentes para hablar sobre la legalidad del proyecto –que es lo que ahora tiene que discernir el juzgado– y cuentan con informes favorables desde el punto de vista técnico, pero sus máximos responsables políticos esconden la cabeza o delegan en subalternos por miedo a las consecuencias de imagen que les reportaría un revés judicial, lo que ha contribuido a avivar la campaña de los conservacionistas contra de la intervención. Igual, ahora que Adepa ha dicho que piensa denunciar por vía penal a todos los técnicos de la Comisión de Patrimonio y del Ayuntamiento, las administraciones se toman en serio este asunto. O no. Todo es posible.
La Caixa. La entidad bancaria, concesionaria de la Atarazanas por decisión de la Junta, se ha mantenido también conscientemente en un segundo plano en esta guerra. Dicha actitud contrasta con su interés cuando se planteó el proyecto del Caixafórum, diseñado como parte de una operación para penetrar en el mercado financiero andaluz antes de la debacle de las cajas de ahorro indígenas. Tras digerir a Cajasol –resultante de la fusión de El Monte y Caja San Fernando–, la entidad catalana perdió pronto el interés por las Atarazanas. El mercado bancario meridional ya era suyo: no tenía necesidad de invertir en proyectos culturales. Cuando Zoido decidió bloquear arbitrariamente el Caixafórum, la entidad financiera vio el cielo abierto para ahorrarse, amparándose en la caprichosa decisión del exalcalde, la inversión que ya tenía comprometida –por contrato– con la Junta: 25 millones de euros. Se salió con la suya: trasladó el Caixafórum a la Torre Pelli y accedió a pagar una compensación por incumplir el contrato por 10 millones. La Junta aceptó perder la diferencia.
La suspensión cautelar de la licencia alimenta ahora la posibilidad de que la historia se repita: la Caixa no ha salido en defensa del proyecto de las Atarazanas. Ni siquiera se ha presentado, como afectada, al juicio. Esta ausencia ha sido providencial para los conservacionistas: si la Caixa hubiera solicitado ante el juez, como perjudicada, una fianza en concepto de caución, Adepa no hubiera podido cubrir los daños económicos derivados de su petición para suspender la licencia. La incomparecencia de la entidad financiera es la única razón de que la suspensión cautelar de la licencia le salga gratis a Adepa. El propio magistrado lo describe así: el interés de las administraciones en iniciar las obras es “tenue” y, al no haberse personado la perjudicada (la Caixa), “no se considera caución”. Más claro, agua.
¿Por qué la Caixa no defiende su proyecto? Es evidente: la rehabilitación deviene de la obligación moral que tenía con la Junta por haber incumplido el contrato del Caixafórum. Si, al igual que ocurrió con éste, las administraciones no son capaces de defender la legalidad de sus decisiones, la entidad financiera podrá retirar la inversión y desistir del proyecto alegando la nula colaboración de los operadores públicos. El sueño de los conservacionistas de recuperar la Sevilla ficticia de su infancia, donde algunos andaban en pantalones cortos, le costará a la ciudad 35 millones de euros, que es la inversión privada que, si se para el proyecto, perderá la ciudad. El costumbrismo le sale muy caro a los sevillanos de 2016.
Los conservacionistas. El frente que se opone al proyecto de las Atarazanas es diverso y dispar. También lo son sus intereses. Su único denominador común es su odio hacia cualquier proyecto que firme Guillermo Vázquez Consuegra, quien obtuvo este encargo tras ganar limpiamente un concurso en el que participaron diez estudios de arquitectura de primer nivel. ¿Quiénes componen esta cofradía de salvadores de Sevilla? En primer lugar está la Fundación Atarazanas, convertida en un triste cascajo tras la dimisión en bloque de sus patronos fundacionales, entre ellos varias instituciones, por discrepancias con la legalidad de la gestión de sus dos últimos expresidentes. La Fundación ni siquiera ha sido capaz de ir a los tribunales a defender su posición. Sus responsables hasta hace apenas unos meses –José Manuel Núñez de la Fuente y Rafael Crespo– están en modo perfil bajo desde que se descubrió que usaron a esta entidad civil para situarse al frente de la Red de Ciudades Magallánicas, otra asociación apadrinada por el anterior gobierno local para celebrar la Primera Vuelta al Mundo.
Gracias al paraguas institucional de Zoido (PP), Núñez de la Fuente y Crespo se asignaron dos sueldos, se hicieron con la gestión del dinero público aportado por las ciudades que forman la Red y ocuparon un pabellón municipal sin título jurídico válido. Tras publicarlo el diario El Mundo, el actual gobierno local descubrió que ambos exdirectivos de la Fundación Atarazanas habían engañado al Pleno municipal al inscribir la Red de Ciudades Magallánicas con unos estatutos diferentes a los aprobados por la Corporación. El cambiazo permitía su inclusión –a título personal– en los órganos de gobierno de la entidad, financiada con fondos públicos, y el cobro de sueldos y gastos operativos. El Pleno aprobó antes del verano una moción urgente para abandonar la Red Magallánica antes de final de año si no se modifican sus estatutos –lo que obligaría a los ex directivos de la Fundación Atarazanas a salir de ella– y ha decidido expulsar a De la Fuente y Crespo, que ambicionaban seguir bajo techo municipal, del Pabellón de Colombia. Hasta el PP, por boca de concejal Gregorio Serrano, declaró ese día ante el Pleno haber sido “engañado” por los exdirectivos de la Fundación Atarazanas. Su papel en esta guerra obedecía, desde el principio, al interés lucrativo personal. El descrédito social los ha dejado fuera de juego.
Distinto es el caso de Adepa, asociación que no dudó en aliarse con los dos ex directivos de la Fundación Atarazanas en los primeros compases de esta guerra a sabiendas de las irregularidades que existían en dicha entidad, denunciadas ya entonces por sus antiguos patronos. Los conservacionistas también han recurrido a sus expertos: un grupo de profesionales sevillanos, algunos cercanos al entorno de la Academia Sevillana de Buenas Letras, para avalar su posición con argumentos –supuestamente– de prestigio. Entre estos profesionales destacan dos. El primero es José García Tapial, exfuncionario de Urbanismo, ahora jubilado, que en 2014 declaró que no hacía falta redactar un Plan Especial para las Atarazanas y que el Ayuntamiento (entonces en manos de Zoido) debía poner una alfombra roja a la Caixa (sus declaraciones están en este video; minuto 20:23). Ahora defiende lo contrario sin explicar a qué se debe su cambio de criterio. El otro es Fernando Mendoza, responsable de los proyectos de conservación de las iglesias del Salvador y San Luis, adjudicados sin que mediase concurso público. Otros expertos que se han mostrado opuestos al proyecto de rehabilitación –José María Cabeza, ex director del Alcázar; Enriqueta Vila, americanista, Rafael Valencia, arabista, o Rafael Manzano, otro histórico arquitecto de cuyo profundísimo amor por el patrimonio dan cumplida cuenta las hemerotecas– se colocaron pronto en un segundo plano. Segundo plano no quiere decir abandono, sino bambalinas. Todos han sido los arietes de la batalla de Adepa.
La cruzada. Adepa, liderada por Joaquín Egea, propietario del colegio privado el Buen Pastor, ha discutido el proyecto de rehabilitación de las Atarazanas desde el principio. En su caso, no existen intereses económicos –como sí ocurría en el caso de los exdirigentes de la Fundación Atarazanas– que expliquen su férrea oposición al proyecto. Su decisión de acudir a los tribunales en defensa de su postura es perfectamente lícita. Nadie le ha negado nunca tal derecho. Cuestión distinta es la estrategia –política, en el sentido clásico del término– con la que esta entidad privada ha planificado la guerra. Adepa podía haber reclamado sus derechos ante los tribunales desde el primer día de vigencia de la licencia. Pero, en lugar de limitarse a la acción judicial y a esperar, junto a los exdirectivos de la Fundación Atarazanas, abanderó una durísima campaña de descalificaciones contra el arquitecto, las asociaciones favorables a la iniciativa y los periodistas que no comparten su posición.
Su planteamiento es absolutamente sectario: “si nos das la razón formas parte de la cofradía de los salvadores de Sevilla, pero si piensas otra cosa distinta eres un destructor del patrimonio y estás alineado con el poder”. La cosa dista de ser personal. Ayer mismo un profesor de Derecho de la Hispalense, Fernando Álvarez Osorio, expresaba por las redes sociales su disconformidad con la paralización de la licencia. La respuesta de Adepa (vía twitter) fue esta: “Dices que las Atarazanas han sido recuperadas para la ciudad. Genial. Seguro que tendrás algún premio desde el poder”. El tono del mensaje ilustra sobre el planteamiento maniqueo con el que la entidad conservacionista libra su batalla, lanzando una fatwa, a la manera de los ayatolás, contra cualquier particular o grupo que apoye el uso cultural de las Atarazanas.
No se trata de ninguna novedad: el presidente de Adepa, Joaquín Egea, reparte desde hace años títulos de salvadores de Sevilla –y enemigos de la ciudad– en función de sus posiciones personales. Egea es un tipo que igual que te invita a su casa una tarde a tomar café con galletas para charlar sobre patrimonio puede hacerte un aquelarre público en el Ateneo si, en el ejercicio de tu libertad individual, te atreves escribir una opinión discrepante con su visión de Sevilla. No es una metáfora. Lo sé por experiencia. Egea siempre se ha presentado como un luchador de la sociedad civil, aunque no admite otra idea de patrimonio que no sea la suya.
Sus cruzadas, no obstante, son selectivas: su obsesión por los remontes coplanarios –ampliaciones edificatorias– excluyen los proyectos inmobiliarios del duque de Segorbe, sancionado en alguna ocasión por Urbanismo por actuaciones contrarias a derecho. En los pagos hoteleros de este aristócrata celebra sus reuniones el consejo asesor de Adepa. Tampoco se muestra Adepa interesada en los negocios inmobiliarios, del ramo de aparcamientos, con solicitud de recalificación incluida, que desde hace meses ambiciona el Ateneo, la docta casa que cobija en su sede –de titularidad pública y cedida gratis por Soledad Becerril– al ejército los salvadores del patrimonio, movilizados ahora en fiera y desigual batalla.
Campaña mediática. No hay una buena campaña de propaganda que funcione sin el apoyo de la prensa “adicta”. El término es el que usa para estos menesteres el arquitecto Fernando Mendoza. Los conservacionistas plantearon desde el principio su guerra contra la rehabilitación de las Atarazanas en el plano mediático antes que el judicial, en una estrategia consensuada con el excalcalde Zoido. No se puede decir que su interés sea noble. El PP pidió en su día, junto a otros grupos municipales (Ciudadanos y Participa), una exposición y unas jornadas públicas para explicar a los ciudadanos el proyecto de las Atarazanas. La exposición se celebró en el Colegio de Arquitectos y las jornadas se celebraron en la Biblioteca Provincial, pero ni el PP, ni C´s, ni Participa, los grupos que pedían información y debate, acudieron a las mismas. La posición de Zoido, responsable único del bloqueo del Caixaforum, ha sido absolutamente cínica en el Pleno municipal, obviando los informes de los funcionarios que garantizaban la viabilidad del proyecto.
Los conservacionistas y sus aliados políticos nunca han planteado un debate argumental sobre las Atarazanas. Lo suyo son los juicios morales. La muestra más evidente es el comunicado que Adepa hizo público este viernes tras conocer el auto judicial. Tras exponer su posición al respecto, la entidad se permite el lujo de dar carnés de dignidad a la prensa. Imaginen el resultado: los periodistas que han apoyado su causa, por supuesto, están “llenos de dignidad”, mientras que aquellos no lo han hecho están “apegados a los poderes fácticos”. Salta a la vista que su devoción por la libertad de los individuos y el derecho de libertad de prensa es providencial. El delirio se completa de esta forma en el comunicado: “Aquí [en Sevilla] sigue mandando el dinero representado por Gaesco [la patronal sevillana de la construcción] y las influencias de determinados arquitectos”.
La patronal de la construcción no es ninguna santa, bien lo sabe Dios, pero no tiene relación alguna con las Atarazanas. Y las influencias de “determinados arquitectos” parecen ser bastantes escasas cuando Adepa acaba de conseguir un auto judicial favorable a sus intereses. No importa. Los conservacionistas se han venido arriba: Egea amenaza con pedir penas de cárcel a los técnicos de la Junta y el Ayuntamiento que validan los proyectos que su asociación censura. Una amenaza en toda regla. Liberal, lo que se dice liberal, no es. El comunicado de Adepa parece escrito por una guerrilla antisistema. Pero no: lo ha escrito un señor que lleva décadas educando a escolares y que se ha preocupado personalmente de recabar el apoyo de algunos periodistas nombrándolos miembros de honor del consejo asesor de Adepa, condición que algunos obvian al opinar sobre la guerra de las Atarazanas.
Cada uno es libre de escribir lo que quiera, por supuesto. Pero sería todo un detalle de justicia poética advertir a los lectores –esos pobres ingenuos– de cuáles son los intereses que cada uno defiende antes de acusar a los demás de cojear de independencia o lanzar a los pregoneros con sonajero a una batalla para la que no están preparados. Un periodista deja de serlo cuando se convierte en lobbista. Cualquier debate dialéctico tiene algo de combate, pero las únicas armas que deberían ser válidas en estos duelos son el conocimiento, el ingenio y los argumentos, nunca las infamias.
Que una asociación como Adepa haya entrado en esta espiral de rencor, que señores que se presentan con tarjetas de académicos sean capaces de llamar “déspotas” a quienes sólo defienden su trabajo, o que determinados periódicos los amparen convirtiendo sus páginas en una letrina para los ajustes de cuentas al tiempo que son incapaces de articular una opinión editorial propia, ilustra sobre el grado de deterioro de cualquier discusión pública en Sevilla. T.S Eliot escribió: “Sólo un auditorio altamente educado es capaz de mantener fija su atención sobre la pura comedia o sobre la pura tragedia”. La guerra de las Atarazanas es una tragicomedia que a ratos nos ha divertido porque sabemos de sobra que nuestros queridísimos indígenas son como los peronistas: incorregibles. Ésta es la parte simpática. La triste es que estos combates nunca se celebran de acuerdo a los patrones de los caballeros, sino con las cotas de miseria moral de los arrieros.
Coda. La guerra de las Atarazanas, en el fondo, no es más que el conflicto por imponer a los demás una determinada idea de ciudad. En ese sentido podemos decir que es una cruzada simbólica –de ahí su crueldad– en la cual quienes quieren revivir la ciudad inexistente que conocieron en su infancia y primera juventud acusan de enviar las siete plagas bíblicas a quienes aspiramos a ver algún día –no demasiado lejano– una Sevilla contemporánea, capaz de cambiar, que es el rasgo esencial de la modernidad, sin dejar de conservar la herencia que el pasado nos legó.
Ningún vestigio del pretérito nos ha llegado de forma idéntica a su nacimiento. Los siglos hacen su trabajo a conciencia. El sueño de los conservacionistas –“Hay que reconstruir Sevilla”, ha declarado el presidente de Adepa– no es fruto del amor, sino del dogmatismo. Como postura personal puede ser una opción respetable, pero como proyecto colectivo es un desastre. Sobre todo porque –nos lo ha enseñado la historia– la cofradía de los salvadores de Sevilla jamás ha sido capaz de gastar su dinero, u obtener financiación ajena, para construir su distopía.
Pueden seguir demonizando al arquitecto. No importa. Va a seguir siendo un profesional reconocido en el resto del mundo. También pueden lograr que las Atarazanas sigan siendo una ruina sobre la que escribir las melancólicas endechas de su infancia. No pasarán a la posteridad porque su radio de influencia termina al pasar la SE-30. Si ambos disparates les parecen hechos heroicos, dignos de ser escritos en hexámetros, que disfruten de los laureles del Circo. La batalla capital la tienen perdida de antemano. Su verdadero enemigo no es Vázquez Consuegra. Es el tiempo. Y, como escribió Quevedo en un soneto, se trata de un adversario imbatible porque ni vuelve ni tropieza.
Carmen dice
Carmen. Sevillana. De acuerdo totalmente con su teoría de las pandillas y su impedientos a que Esta ciudad avance hacia el siglo XXI y que en su avance estemos presentes todas las clases sociales que vivimos en Sevilla.Yo las llamo en vez de «pandillas».. sectas.
Ahora he de decir, que si en vez de este texto tan retórico que ha escrito, lo hubiera hecho en tono más coloquial y accesible a la lectura de cualquier sevillano, lo hubiesen leído y apoyado muchos más sevillanos, pues ya le digo que sólo en el primer parrafo, me ha parecido rebuscado y difícil de entender, como si no fuera dirigido a la totalidad de los sevillanos.Desde mi más humilde parecer.