Stevenson lo dejó escrito de forma muy hermosa. “No pido riquezas, ni esperanzas, ni amor, ni un amigo que me comprenda; todo lo que pido es el cielo sobre mí y un camino para mis pies”. No se me ocurre mejor definición de la libertad, el viento caprichoso que mueve toda nuestra existencia. La libertad tiene un alto precio: la incomprensión. Y un coste terrible: la soledad. De ambas debió aprender bastante Ocaña, el heterodoxo pintor de Cantillana, uno de esos sevillanos extraños que el azar insiste en poner en el sitio equivocado en el momento más inoportuno. ¿O acaso no sea su historia exactamente así?
El destino siempre es una incógnita. Bien visto, quizás no fuera tan raro que este hijo anómalo de la cultura underground sevillana –que sí, es deslumbrante– naciera en un pueblo de la honda provincia, tuviera una devoción obstinada por las vírgenes gloriosas hechas de papel maché y mezclase sin reparos el sexo con la religión, una combinación con antecedentes en la poesía de los místicos del Siglo de Oro, para escándalo de los habituales sevillanos de orden, que en su caso fue reformulada bajo el contexto histórico de la España de la transición, donde en realidad no se produjo evolución social alguna, sino un mero pacto entre las élites para que todo siguiera igual, pareciendo únicamente diferente.
Ocaña, por supuesto, tuvo que irse al exilio, como tantos otros sevillanos singulares. De Cantillana a Barcelona, en cuya Plaza Real ocupó una buhardilla donde se dedicó a la pintura y a todos los vicios inherentes a la existencia. Escandalizaba a todos paseando por las ramblas de los años 70 travestido de mujer, se levantaba la falda para provocar la carcajada de la gente y jugaba como nadie con el secular sustrato cultural sevillano –el indigenismo popular– para convertirlo en materia de provocación artística. ¿Era un artista? Hay quien piensa que no, pero eso es sólo porque algunos no comprenden que se puede tener una perspectiva lírica de la vida siendo tu vecino y habiendo nacido en un pueblo.
Treinta años después, cuando ya nada es como entonces, se le ha rendido un homenaje civil en la Alameda de Hércules, que ya no es aquel barrio donde el carnaval era una fiesta libérrima, sino la recurrente pasarela del postureo patrio. Hay quien cree que esta breve conmemoración de la heterodoxia, con aval incluso municipal, demuestra cuánto ha cambiado España en las tres últimas décadas, especialmente en materia moral. Puede ser. De lo que ya no estoy tan seguro es de que la Sevilla retrógrada que no veía en su figura más que una malvaloca folclórica e irredenta haya evolucionado de manera idéntica al resto del país.
Es cierto que en apariencia nadie se escandaliza ya por cosas que antes hubieran merecido la hoguera, pero en esta ciudad sigue existiendo, latiendo todavía, una actitud de censura tácita contra todo aquello que huela diferente y, además, insista en no ocultarlo. La libertad continúa siendo una impertinencia. No se perdona. Ni se olvida. Muchos de los mejores talentos de Sevilla siguen tomando todos los días el camino del exilio, no sólo por motivos económicos, sino también sociales.
La ciudad oficial finge ser capaz de soportar a sus hijos más extraños porque, en el fondo, o los ignora o los reduce a lo puramente anecdótico, que es otra forma de marginación. Acaso la peor. En el fondo, sumida en sus rituales tribales, sigue sin comprender la libertad individual. Piensa que más vale pájaro en mano, y ganancia inmediata, que la incertidumbre de la voluntad que implica ser a toda costa y a cualquier precio uno mismo, el aire que inspiró la existencia de Ocaña antes de que el incendio de su disfraz de carnaval infantil lo convirtiera en una inesperada bengala, llevándoselo para siempre al país de los sueños, donde no hay que rendir cuentas a nadie. Ni siquiera a Dios.
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