Las elecciones gallegas, donde Génova –a través de Alfonso Rueda– se ha impuesto a la coalición (tácita) entre el BNG y el PSOE, más el añadido del batacazo de Sumar, cuya situación muestra el efímero porvenir de todos los experimentos políticos cocinados en los cuarteles generales de los partidos en Madrid, enuncian una doble circunstancia. Por un lado, el PP sostiene su cuota de poder territorial, a excepción de Euskadi, Catalunya, La Mancha, Canarias, Asturias y Navarra; por otro, el retroceso de los socialistas en las autonomías donde existe una pulsión nacionalista o propuestas políticas abiertamente independentistas.
La investidura, incluida la incierta amnistía, desplazó al PSOE de Sánchez de la centralidad del tablero político. El coste electoral del viraje es la regresión de la marca socialista en toda España, hasta el punto de sembrar dudas sobre su viabilidad como organización a largo plazo. Sin una estructura territorial eficaz un partido puede, en determinadas circunstancias, alcanzar el poder o acariciarlo. Es dudoso, en cambio, que pueda conservarlo durante mucho tiempo.
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