El hastío social, sumado al largo cordel de muertes, cuyo verdadero número sigue siendo una incógnita, ha hecho que una parte de la población y de nuestra ejemplar clase política, a la que todo este baile del sufrimiento le da igual siempre y cuando no se traduzca en un coste electoral, vea las inminentes vacunas contra el coronaviruscomo la proyección misma de la desesperación. No decimos esperanza e ilusión porque de ambas cosas hemos agotado las existencias, que nunca fueron muchas. Los presuntos antídotos contra la pandemia actúan así como una metáfora: creemos que, sin duda, nos sacarán del desastre. Probablemente detendrán o acaso dilatarán los contagios masivos y, quizás dentro de un año, podamos prescindir de las mascarillas, pero es bastante más dudoso que nos salven de nosotros mismos. Una de las cosas que ha evidenciado esta epidemia, además del cruel holocausto de los ancianos, acontecido no por ningún mal cósmico, sino por la perversidad intrínseca de los sistemas de atención a nuestros viejos –mercantilizados sin remedio– y la negligencia de todas las administraciones públicas, es que España –o lo que queda de ella después que se haya instituido una cogobernanza que no figura en la Constitución– no funciona. Ni en condiciones normales ni tampoco en un contexto de emergencia nacional.
Los Aguafuertes en Crónica Global.
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