La civilización occidental lleva muchos siglos intentando definir de forma objetiva la naturaleza fugitiva de la literatura. Sin excesivo éxito, a pesar de algunas excelentes aproximaciones al asunto. El arte de la escritura, que a su vez es también el genio de la lectura, pues en el fondo se trata de la misma actividad, sólo que contemplada desde un punto de vista diferente, es una disciplina esencialmente cambiante. Igual que el tiempo para San Agustín: existe cuando no te preguntas por su esencia; y desaparece en el momento mismo en el que intentas delimitarla o aspiras a dirigirla. La literatura es una convención histórica que varía con el tiempo en función de cuál sea el contexto cultural en el que se desenvuelve. Otro tanto podemos decir del noble arte de editar libros: comenzó siendo una artesanía monástica –ejercida por los copistas en los scriptorum medievales y, mucho antes, por los redactores de la arcilla y los maestros del papiro– y, tras la invención de la imprenta de tipos móviles, devino en una industria que, muchos siglos después, todavía domina el panorama cultural.
Las Disidencias en Letra Global.