El tiempo no es más que un concepto mental, una convención intelectual, un mero acuerdo. Durante siglos el hombre ha intentado atraparlo con relojes, cuentas, clepsidras, esferas de arena, cronómetros, los rayos de la luz del sol o el imperceptible movimiento de las partículas de los átomos, la música silenciosa del universo que sólo entienden ciertos físicos despeinados. En el fondo, nunca hemos sido capaces de comprender exactamente su misteriosa presencia. El motivo es óptico: acostumbramos a enjuiciarlo como algo externo cuando en realidad lo que creemos ser capaces de medir con rigor no es sino el difuso tamaño de un fantasma. El tiempo no existe. Nosotros somos el único tiempo que discurre.
Ahora que se discute sobre la necesidad de impulsar un movimiento de renovación generacional en la política andaluza –donde los tiempos que históricamente han regido nunca han llegado a abandonar el cerrado círculo de lo ancestral, el paradigma de las viejas culturas campesinas– convendría tener en cuenta un factor importante: lo nuevo, como nos enseñó Octavio Paz, no es exactamente aquello que no existía hasta ahora, sino lo que en un momento determinado provoca la sensación (con frecuencia falsa) de novedad extrema.
Aplicado al asunto significa que aunque puedan llegar cambiar –por decreto digital– determinados rostros, las caras muden y las célebres máscaras griegas se disfracen con sonrisas, nada se altera si el ritmo interior que conduce la política patria sigue siendo tan meridional como siempre. Por ahora no hay ningún dato objetivo que permita pensar que esto va a pasar. Así que más que del advenimiento de un tiempo nuevo –repárese en el tono bíblico– casi deberíamos hablar de una paradójica sucesión hacia el pretérito: los rostros nuevos (que en realidad no lo son tanto) van a seguir practicando el mismo ceremonial de siempre. Por tanto, nada cambia. Todo permanece.
En Andalucía habitamos dentro de una metáfora cronológica con forma de bucle constante. Vivimos en tres tiempos históricos que se nos presentan de forma simultánea. De golpe. Sin evolución. En el prefacio del Cromwell, uno de los manifiestos involuntarios del romanticismo europeo, Víctor Hugo diferencia tres grandes etapas dentro de las edades del hombre y el arte. Primero existe la era primitiva, donde nace la poesía, la voz toma forma de himno, la lira de los poetas apenas cuenta con tres cuerdas afinadas y el mundo no es más que un sendero disperso y nómada. No existen las personas, sino las familias, los pueblos, las comunidades sin reyes formales pero con guías religiosos de mentalidad patriarcal.
El mundo antiguo, que es la etapa de la epopeya clásica, el instante de los tiempos heroicos, convierte a familias en tribus. Construye el armazón violento de los primeros reinos. El instinto tribal se vuelve social, los pastores reemplazan el cayado por un cetro y la religión deviene en ritual. El canto se hace oración y el teatro ceremonia. Es la etapa dorada de la teocracia, donde la guerra se transforma en el viento que conduce a la humanidad. Finalmente acontece la era moderna, que para Hugo es el momento de la tragedia, donde lo bello se confunde con lo repulsivo. El instante justo de la historia en el que el Norte se alza contra el Mediodía mientras el cadáver de la civilización es escrutado por un ejército de retóricos, gramáticos y embaucadores.
Cada una de estas edades tiene su personalidad propia. Los primitivos son ingenuos, aunque en ocasiones nos parezcan terribles; los antiguos, en lugar de seguir viviendo en armonía con la naturaleza, se arruinan la vida cuando sueñan con dominar a los demás. A la larga serán canibalizados por su ambición, esa vana obstinación de construir pequeños imperios. A los contemporáneos, situados al término del camino, no les queda más que convivir con la verdad. Esto es: asumir el significado de un certero verso de Lorca:
“La vida no es noble, ni buena, ni sagrada”.
En Andalucía estos tres paradigmas temporales se confunden dentro del mismo calendario. La Andalucía oficial, que es la de la autonomía, se construye sobre elementos tan poéticos como primitivos. Todavía nos habla del pueblo –la ciudadanía, ya sabe, es un concepto ilustrado–, elige un himno para encarnarse y sus académicos correspondientes, los padres de la patria, en lugar de pastores son catedráticos de derecho administrativo e ilustres notarios, aquellos a los que Neruda quería asustar con un lirio cortado en un supremo acto de adolescencia poética. Los notarios, en los tiempos que corren, ya no se asustan de nada. Han visto pasar de todo, y por su orden, en sus despachos.
La Andalucía política, partitocrática en lugar de teocrática, se organiza en banderías que aspiran a administrar sus reinos de forma absolutista. Su dialéctica es la guerra. Los reyes pastores, aquellos hombres reconocidos como guías por la comunidad, empuñan con fuerza el cetro y quieren condicionar su propia sucesión sobre la vieja idea del linaje. A la Andalucía real, la de la gente, sólo le queda asumir la melancolía de la edad postrera: la de la verdad.
¿En qué consiste? Hay que viajar hasta las oficinas del Inem, que son como las estaciones del infierno del Dante, con sus siete círculos y sin ninguna Beatriz a la vista, para entender cómo pervive lo grotesco. Se adapta a las circunstancias. Son tiempos extraños: la solidaridad se entremezcla con la crueldad. La justicia intenta flotar en el océano del quebranto. La bondad estira la cabeza en un paisaje general de miseria. Seguimos teniendo el mismo miedo de nuestros mayores: que el hogar familiar termine como las ruinas de Roma, devorado por la historia y convertido en una escasa media fanega de tierra donde el ganado, entre bellas columnas derribadas tras el paso de los bárbaros, mastique con desgana mítica la hierba recién crecida sobre nuestras tumbas.
Deja una respuesta