Pues sí: lo mejor estaba por llegar. Y parece que viene de camino. La imagen política del alcalde de Sevilla, Juan Ignacio Zoido, ha empezado a hacer aguas a los dos años justos de su mandato como regidor por culpa de un asunto altamente delicado: su honorabilidad.
Hasta ahora, la rotunda mayoría obtenida por el PP en las pasadas elecciones locales –20 de 33 concejales– parecía garantizarle una tranquila travesía municipal, a poco que hiciera las cosas bien, y hasta la hipotética opción de disputarle al PSOE andaluz el sillón del Palacio de San Telmo. Dos años después del abrumador triunfo popular en Sevilla, todo son lanzas alrededor de Zoido. La reconquista parece haber comenzado. En su contra, claro.
El alcalde ha celebrado el ecuador de su mandato con un balance de gestión triunfalista que no responde a la realidad. Los fieles de primera hora han hablado de lo que habría ocurrido si no hubiera ganado. Un imposible. Los conversos del último día, que no tienen principios porque hasta el criterio lo venden según convenga, le ponen matices. Da igual. Incluso así la unanimidad sobre su gestión es casi ecuménica: no ha alcanzado los mínimos requeridos. Y algo aún peor: apenas tiene un año escaso para intentar recuperar el terreno que ha perdido voluntariamente, entretenido con unos golpes de efecto que ya no le dan resultado.
De momento, ha empezado a repetir la fórmula gastada de antaño: volver a los barrios obreros a visitar en su domicilio a señoras mayores –encantadoras, por otra parte– para entregarles en mano los premios de los talleres de distrito. El hombre milagro vuelve a bajar a la arena, cuentan. Pero se nota que ya nada es lo mismo: si la supuesta cercanía de Zoido siempre fue algo impostada, emulación del catón político de Arenas, ahora su adversario secreto, últimamente el teatro se nota más ajado que nunca. Algo se ha quebrado, probablemente para siempre.
A la falta de predicamento real en el PP andaluz, que preside por imposición de Madrid, que cada cierto tiempo visita el Sur para dejar claro que no ha cambiado de opinión –los barones populares de Andalucía Oriental tampoco– se ha sumado esta semana la noticia de que Zoido percibió durante su etapa en la oposición municipal, y hasta un año después de ejercer como regidor y diputado, sobresueldos presuntamente vinculados a la trama de corrupción cuyo epicentro es Luis Bárcenas, el ex tesorero del PP procesado por el caso Gürtel. La información, adelantada esta última semana por el diario andalucesdiario.es, y después ampliada por elpais.es, pone en cuestión el principal argumento político de Zoido: su teórica austeridad en la gestión de la cosa pública. Dicho en términos más cristianos: su desprendimiento en relación al dinero.
Los datos, vistos en frío, indican que el alcalde cobró durante seis años casi 150.000 euros del PP, además de su salario como concejal –primero– y como parlamentario andaluz después. El propio Zoido ha reconocido haber recibido estos pagos –en cuantía inferior– justificándolos como “gastos de representación” debido a sus “responsabilidades”. Se ve que no ha pensado demasiado lo que ha dicho. Si lo hubiera hecho acaso le hubiera convenido más decir la verdad: su partido burló la ley, como ha ocurrido en otros muchos casos, para pagarle un sobresueldo. Que haya declarado estas cantidades a Hacienda –su versión es que lo hizo– viene a ser lo de menos. Si no lo hubiera hecho incurriría en un delito fiscal.
Lo relevante de momento no es esto, sino si cuenta con facturas de curso legal para justificar dichos gastos de representación. De momento, las facturas no han aparecido. Y si no lo hacen pronto la suerte estará echada: el dinero percibido, incluso si ha tributado, tumbará el argumento del desinterés del alcalde por el vil metal, al tiempo que lo situará en una coyuntura aún más delicada: la de haber mentido a los ciudadanos, ya que en su día dijo que no cobraría más que por su condición de diputado.
Políticamente el escenario se pone cuesta arriba. Porque parece imposible de justificar el hecho de haber cobrado sobresueldos y, al mismo tiempo, centrar toda su argumentación política en los casos ajenos de corrupción o desvío de fondos públicos. El dinero que manejan los partidos en su mayor parte procede de transferencias públicas. La vinculación con la trama Bárcenas todavía es meramente teórica: su solidez dependerá del curso de la investigación judicial en marcha que ha obligado a declarar ya ante los tribunales a dos significados empresarios andaluces que eran habituales patrocinadores de la tesorería del PP y, al mismo tiempo, adjudicatarios de contratos públicos, sin entrar ahora –tiempo habrá– en otro tipo de vínculos más personales. En Sevilla todo se mueve en círculos.
Por otra parte, no parece exacto ampararse en la “responsabilidad” para cobrar bajo cuerda un dinero sustantivo en supuestos gastos de representación que, casualmente, siempre tenían la misma cuantía. Mes tras mes. Las dietas, de ser ciertas, no son un premio a la responsabilidad, sino un gasto que, en estrictos términos contables, debe estar justificado, avalado ante el fisco (no basta con declararlo) y amparado por la vigente normativa de facturación. Uno no cobra dietas porque tenga un cargo público, sino porque su trabajo conlleva desembolsos que siempre deben estar justificados. Es así de simple. Esperemos que no hayan sido cargados al protocolo municipal o a la asignación libre que, en su día, tenía el grupo del PP en el Ayuntamiento.
Aunque para salir de dudas bastaría con que Zoido entregase, no tanto su declaración de IRPF, sino todas las facturas que debería tener por esos misteriosos gastos de representación que desdibujan la imagen política que él mismo ha construido sobre sí mismo. De él depende demostrarlo. La confianza y la fe ciega que el regidor acostumbra a reclamar sobre sus actos no bastan. Los ciudadanos no somos miembros de ninguna iglesia zoidiana–episcopaliana, sino contribuyentes de un Estado de derecho. Y muchos acabamos de pagar a Hacienda.
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