El periodismo se nos va muriendo entre las manos como una paloma negra, desfondada, abierta. Algunos, presos de la nostalgia, recuerdan los tiempos míticos, grandes, en los que dirigir un periódico era una tarea reservada a los dioses, no a los mediocres. Otros suspiran por las lejanas noches de delirio y juventud que pasaron en vela leyendo a los padres del new journalism, aquella camarilla célebre de los Wolfe, Mailer, Thomson, Talese y demás. Tiempos pretéritos en los que todavía había tiempo para hacer buenos reportajes, periodismo de carne y hueso. De nuevo, el nuevo periodismo norteamericano no tenía gran cosa. Como tantas otras cosas que nos parecen modernas, consistía en la reformulación de una disciplina antigua: el arte sublime de contar historias. En su caso, derribando los corsés que construían, como la Inquisición, ciertos manuales de estilo que nos hablaban de la pirámide invertida, la prosa de naturaleza telegráfica y los teoremas secos basados en los hechos. No era así la cosa. El camino era otro: devolverle a los papeles su autoestima y contar la realidad, que siempre supera a la ficción, con los mejores instrumentos de la literatura. El periodismo, en el fondo, no es más que una rama apócrifa de la literatura, igual que la ciencia –sentenció Borges– no es más que una rama de la literatura fantástica.
Debemos prepararnos para llevar flores al difunto. El oficio ha aceptado su propio funeral, su decapitación por parte de los poderes financieros, que dicen a los políticos, y éstos a los periodistas, lo que pueden o no escribir. Los media son pura papilla derretida: en las pantallas, en la televisión, en la radio, se mezclan ingredientes sin orden ni concierto, buscando el efectismo, haciendo filosofía de la superficialidad y negando al periodismo contemporáneo la profundidad y el rigor. Los patronos dicen que el negocio se basa en las audiencias y la publicidad, no en los lectores. Es como confundir una horda de energúmenos con individuos. Los segundos tienen alma, razón e intelecto. La primera es una masa deforme y sin cabeza. El amarillismo, tan condenado en su momento, ahora nos parece casi ingenuo. Las páginas impresas, cada vez menos, amarillean los dedos al tocarlas, como la nicotina. Los dedos amarillos son dedos de pensador sin academia. Eso fueron los periódicos: la universidad de los que no iban a las aulas.
Los diarios van a morir. Está escrito por ellos mismos. Pero cuando suceda no será por una ley universal. Será porque la desmoralización se ha instalado en las redacciones, donde la verdadera guerra se perdió antes incluso de ser declarada. La herida se convirtió en una costumbre. La llaga en rutina. Y el dolor en una enfermedad crónica. Como todas las dolencias homicidas, no te mata de golpe, sino mediante un ritual: un poco más cada día. Si la gente ha dejado de leer los periódicos es porque éstos se han alejado de la senda del reportaje y de la literatura, refugiándose en los datos, las estadísticas, las declaraciones oficiales y la defensa del interés (evidente) de quien manda. El mundo ya no cabe en cuatro titulares, gordos y vacíos; textos entrecomillados y párrafos cortos. Es más complejo. Explicarlo requiere tiempo y extensión. Oficio. La gente no tiene paciencia, dicen. No merece la pena escribir mucho, proclaman. En los periódicos ya no se hace literatura, presumen.
Lo vengo oyendo desde hace dos décadas. Ahí es cuando se jodió el Perú. El buen periodismo literario siempre ha sido el francés. Es eterno. Los norteamericanos sólo le dieron un par de vueltas al invento, imitando con descaro a los escritores realistas galos, que eran los que tenían prestigio en el XIX, cuando España era un latifundio cerrado. La famosa revolución periodística norteamericana, de la que ahora se cumple un aniversario cuya fecha exacta no consigo recordar, no consistió en opinar, sino en narrar. Opiniones, buenas o malas, tiene todo el mundo.
Escribir literatura en los periódicos es algo diferente. Es crear metáforas, llevar al límite al lenguaje para limpiarlo del uso común –aderezarlo en demasía es un error propio de principiantes– y saber expresar lo que nadie ha visto hasta entonces. Poner luz no sólo con datos, sino con argumentos e imágenes. Si el periodismo sobrevive al presente, si no lo mata eso que algunos llaman comunicación, será literario o no será. Es el único remedio para las heridas de los cronistas, cuyos brazos están a punto de gangrenar. Es el único camino que hay. El que hubo siempre. Contar la vida que pasa. Certificar, sin soberbia, la lentitud de los días. Y, como los artesanos, volver a meter el pálpito de la calle en la maldita agenda oficial. Lo escribió Manu Leguineche, el maestro: “La vida no está en los despachos. Está en las estaciones de tren”.
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía
[12 mayo 1995]
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