España es un país absurdo. Su vida pública lleva décadas condicionada por una estéril guerra de identidades colectivas. Y, sin embargo, ni se respeta la libre voluntad de los individuos ni los servicios públicos funcionan como debieran. Nuestra democracia es una mezcla entre el formalismo parlamentario y los bizantinos debates de siempre: política y fútbol, en lugar de conspiración partidaria y toros, los entretenimientos cotidianos de aquellas lejanas —o no tanto— élites decimonónicas que podríamos agrupar bajo la etiqueta del Homo Hispanicus. No son muy diferentes a las actuales. De hecho, vivimos sin saberlo en una nueva Restauración —de Cánovas a Sagasta y viceversa—, con dos reyes —emérito y titular— para una misma corona y los nacionalismos de siempre encerrados en su eterno bucle tribal.
Los Aguafuertes del lunes en Crónica Global.
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